De cara al 28 de julio, el presidente Martín Vizcarra enfrentaba una encrucijada: o daba varios pasos atrás y se conformaba con lo avanzado por el Congreso respecto a la reforma política, a pesar de que claramente una de las iniciativas no se ajustaba al voto de confianza otorgado por este el 5 de junio, lo que comprometía su credibilidad para el futuro; o apelaba al hecho de que en la práctica esa confianza había sido denegada, lo que lo habilitaría a disolver el Congreso, mediante una interpretación sumamente controversial.
El camino de la negociación y la búsqueda de acuerdos, aparentemente, estaba cerrado después de que el Congreso aprobara una propuesta de reforma constitucional referida a la inmunidad parlamentaria que no había seguido ni los lineamientos planteados por el Ejecutivo ni fórmulas intermedias propuestas por algunos parlamentarios del propio fujimorismo.
En la encuesta de opinión de julio del Instituto de Estudios Peruanos, un 42% de los encuestados se mostraba de acuerdo con la frase “el Congreso y el Gobierno tienen que ponerse de acuerdo y conciliar”, frente a un 39% que prefería “el Gobierno debería ponerse más firme y no dejar que el Congreso lo obstruya”, mientras que un 14% señalaba que “el Congreso debería ponerse más firme y no dejarse imponer por el Gobierno”.
El cálculo del presidente parece haber sido que el camino deseable parecía agotado. La sorpresiva salida a este entrampamiento político propuesto por el presidente expresa una suerte de admisión de derrota compartida, a través del adelanto de elecciones sin posibilidades de reelección ni para el Parlamento ni para el presidente.
Este reconoce su fracaso en sacar adelante la reforma, pero el Congreso también debe asumir su responsabilidad en frustrar un acuerdo que al final de la legislatura parecía posible. Recordemos que se presentaron fórmulas diversas que sacaban del Congreso la decisión del levantamiento de la inmunidad parlamentaria ante la presunta comisión de delitos comunes pasándosela a otras entidades (si no la Corte Suprema, el Tribunal Constitucional, la comisión especial a cargo de la elección de la Junta Nacional de Justicia u otra comisión creada ad hoc para ese propósito).
La paradoja es que la salida presidencial, aparentemente salomónica, requiere, para ser implementada, dejar atrás la dinámica de confrontación, no convertirla en un episodio más de esta. ¿Hay margen para ello? Un gran contratiempo que tiene la propuesta presidencial es precisamente el tiempo. Impone un calendario electoral sumamente ajustado que, para funcionar, requiere una acción rápida y concertada.
Por el momento, desde el Congreso no parece haber mucho entusiasmo en seguir ese camino. ¿Podría haber otro? Se ha invocado el antecedente del recorte de mandato y las elecciones generales ocurridas en el año 2001; en esa ocasión se siguió la lógica no de una reforma constitucional aprobada por el Congreso seguida de un referéndum, sino de una reforma constitucional aprobada con mayoría de dos tercios en dos legislaturas sucesivas, para lo cual se cambió de manera excepcional vía reglamento la duración de las mismas.
Esa salida ahorraría tiempo y permitiría un proceso electoral un poco más ordenado, pero nuevamente, para esto se requiere de un acuerdo. Ayudaría que el Ejecutivo promulgue las leyes de reforma política aprobadas hasta el momento por el Parlamento. Prácticamente todo los actores políticos han expresado que nadie “se aferra a sus cargos” y que lo que se busca es la salida menos conflictiva y costosa para el país. ¿No se podría explorar esta posibilidad?