(Foto: Cortesía)
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Jaime de Althaus

Lo asombroso de la suspensión de no es solo el rechazo patológico a la posibilidad del crecimiento económico del país, sino que ese rechazo haya sido azuzado por el propio presidente de la República y que la suspensión se haya dado cuando la batalla empezaba a ganarse. En efecto, en el Valle del Tambo, la protesta no había tenido el volumen que tuvo en ocasiones anteriores. Sí creció en la ciudad de Arequipa, donde el factor desestabilizador fue el gobernador, que instigó a los dirigentes sociales a movilizarse, lo que ocurrió con violencia delincuencial el 6 de agosto, no 30 pero sí 13 días después de que el presidente los instara a hacer una medida radical. Pero esa violencia desprestigió la protesta, generó una reacción contraria, y dos o tres días después el paro en la ciudad se había diluido. Y fue en ese contexto que llegó la suspensión.

Por supuesto, ella ha empoderado a los antimineros, que ahora buscan la cancelación. Y han de ganar. Porque, más allá del desbande del gobierno, la verdad es que Tía María es un microcosmos de las fallas estructurales del Estado y la sociedad peruana, y por lo tanto puede ser un laboratorio para ensayar el remedio a esas fallas.

Para comenzar, el movimiento antiminero o anticapitalista está organizado, y no hay nada que se le oponga. En el sur del Perú hay decenas de ONG antimineras y organizaciones políticas de izquierda. Frente a eso, Fuerza Popular, que debió ser la derecha popular que recogiera las aspiraciones de progreso de las clases emergentes, se desvió. Y APP carece de consistencia ideológica. Mientras tanto, la ideología nacionalizadora ha calado.

Una reforma política mejorada debería ayudar. Pero los gremios empresariales tampoco dan la batalla ni en las redes, ni en foros ni en capacitación. La sociedad civil tiene que organizarse. La antiminería es un negocio: las ONG consiguen financiación externa y los líderes locales obtienen réditos políticos. La minería, asimismo, es un negocio. La diferencia es que la minería lo es para el país también. En cambio, la antiminería lo empobrece. Por eso, la responsabilidad principal debería estar en el Estado, que requiere los potentes recursos de la minería para mejorar servicios, sueldos e infraestructura.

Pero el Estado defecciona en todo. Tía María debió ser el instrumento de un plan de desarrollo provincial que incluyera la represa, adelantando parte del canon en un fideicomiso ejecutivo en cuyo directorio estuvieran los alcaldes. No hubo plan. Tampoco tuvo activistas en el terreno. El canon en general no funciona: es corrupción y conflictos; debe ser reformado. Además, tampoco la PCM coordina al Estado en las regiones. Para eso, está creando unas Agencias Regionales de Desarrollo, ¡pero ninguna en las regiones mineras!

Menos aún impera la ley. Hubo bloqueos y 35 policías heridos y no han sido denunciados el gobernador y ni siquiera dirigentes de los ‘espartambos’. En El Tambo cobran cupos a los comerciantes y a los propios alcaldes que, amenazados, deben aportar recursos y personal. Y amedrentan a los promineros. Matarani estuvo sitiado 3 semanas, la carretera Binacional cerrada con un fierro soldado al puente, y el corredor minero sigue parcialmente bloqueado, sin que la policía haga nada.