La escritora británica Virgina Woolf escribió una vez que uno no puede pensar bien, amar bien, ni dormir bien, si no ha cenado bien. Para el irlandés George Bernard Shaw no existía amor más grande que el amor por la comida. El chileno Pablo Neruda llevó su devoción por los placeres culinarios un paso más allá: dedicó odas a la papa, a la alcachofa, la sandía e incluso a la espléndida papa frita. Si las palabras se saborean, ¿hay recetas que son poesía? Clichés literarios aparte, estamos ante un hecho irrefutable: la comida es un lenguaje universal. Uno que puede servirnos para expresar casi cualquier sentimiento y contar toda clase de historias. La que hoy nos concierne empieza con un cebiche.
Mucho antes de ganar el Pulitzer (lo hizo con su poemario El Iris Salvaje, en 1993) y el Nobel de Literatura (premio que recibió hace tan solo unas semanas, convirtiéndose en la decimosexta mujer en lograrlo en la historia del galardón) Louise Glück había conocido de primera mano cómo funcionaba el mundo gastronómico gracias al trabajo de su esposo, quien fuera uno de los fundadores del New England Culinary Institute (Instituto culinario de Nueva Inglaterra). En una de sus primeras conversaciones con la arquitecta guatemalteca convertida en administradora de restaurantes, Maria Rondeau, Glück le contó sobre aquel -hoy lejano- paraje de su vida. Hablaron de comida y la vida alrededor de la comida.
MIRA: Isabela Merced: “Quiero incorporar los sonidos peruanos en mi música”
El mencionado instituto se fundó en 1980, cuando nadie en Boston ni sus alrededores (digámoslo claro: nadie en el mundo) conocía de comida peruana. Al menos no en la alta cocina. Puede que sea por eso, o porque ha dedicado la mayor parte de su vida a enseñar entre Standford y Yale, que el día que Louise Glück entró a Celeste alentada por la reseña de una revista, todo allí le resultada desconocido, emocionante, pero extrañamente familiar. Como cuando se abre por primera vez un cuaderno con todas las páginas en blanco.
No se lo han preguntado, pero los dueños están convencidos de que Louise no había probado comida peruana de verdad hasta que llegó a ellos.
El restaurante Celeste abrió sus puertas en 2018, en el visitado Union Square de Somerville, en Massachusetts. Detrás del concepto están Maria Rondeau y el cineasta y chef peruano Juanma Calderón. Rondeau y Calderón habían entrado al rubro gastronómico casi como jugando, pero seguros de tener una idea ganadora: comenzaron ofreciendo cenas de comida peruana para hasta 20 personas en su propia casa (bautizaron la experiencia como Kriollo Real) que anunciaban por Facebook y agotaban en instantes. La oportunidad de tener un lugar propio se presentó dos años atrás, con un espacio pequeño pero suficiente para lo que ellos buscaban. Tan solo algunos meses después de la apertura, una mujer de nombre Louise Glück hizo su primera reserva a través de la web del restaurante.
MIRA: Con Ojos de Girasol: la obra de títeres que enseña a niños a cuidarse del Covid-19
“Nos dimos cuenta quién era ella después de un tiempo, porque un día se olvidó un sobre”, recuerda Maria Rondeau. “Era de Yale y tenía su nombre escrito, así que nos dio curiosidad y la buscamos en Google. Nuestra sorpresa fue enorme: vimos que había ganado el Pulitzer, sus fotos con Obama. Era increíble”. Rondeau le escribió y se ofreció llevarle ella misma el sobre a su casa. Para aquel momento Glück ya era una cliente regular (“viene dos o tres veces por semana”, narra Juanma Calderón) y con ese gesto sellaron una suerte de alianza. Ahora, cada vez que quiere ir, la poeta le manda un mensaje de texto a María.
“Tiene algunas peculiaridades, como cualquier cliente especial que no deja de ser particular”, sostiene Calderón. “Solo toma una clase de cerveza IPA y la atiende el mismo mozo siempre. Casi nunca cambia su menú: cebiche, algunas veces sudado; también suele pedir una ensalada de arúgula con limón y parmesano”, cuenta el cineasta convertido en chef. Solo una vez probó el lomo saltado del local y le pareció muy dulce.
La pareja piensa que en Celeste ella ha encontrado un espacio donde puede estar tranquila, pasar desapercibida (aunque su rostro nunca fue muy mediático hasta antes del Nobel, cuentan) y tener reuniones de trabajo y entrevistas con alumnos. Allí se siente a gusto. Tanto, que la misma semana que ganó el Nobel Louise hizo una reserva. Celebró con un peruanísimo cebiche.
MIRA: Mifflin y Pelé: la historia detrás de una amistad que nació en México 70 y continúa hoy por WhatsApp
Antes de que se hiciera con el premio y el mundo para ella -y para todos en Celeste- cambiara para siempre, Juanma y Maria le pidieron que escriba la introducción para el libro que están alistando sobre el restaurante. Glück aceptó. Aquí, las palabras de la poeta:
MIRA: Incas vs. Covid-19: el corto animado que imagina un Tahuantinsuyo afectado por el coronavirus
Nadie viene a Cambridge por su comida. Lo digo no como alguien de afuera que pasa y juzga bruscamente, sino como alguien que ha elegido este lugar y se ha asentado aquí; alguien que comprende que sus bendiciones sobrepasan sus limitaciones. Pero existe esta limitación, a pesar de las hipérboles que utilizan emocionadamente tantos de nuestros leales críticos de comida.
Por supuesto, hay excepciones. Y a veces incluso un pequeño milagro.
Yo descubrí Celeste de la forma que he descubierto muchos otros restaurantes que inmediatamente intenté olvidar. Leí sobre él en la reseña de comida anual de la revista Boston Magazine. En particular, noté una pequeña y convincente foto de un cebiche. Un cebiche que no estaba ahogado por la escandalosa creatividad de un chef que lo inunda de fragmentos de coco o de confeti de granada. Un ceviche puro, de pescado blanco reluciente, como un faro de luz entre una foto grupal de platos agotados por su afán de sobreexaltarse. Era un día de verano e inmediatamente quise ese cebiche.
Lo mismo quisieron muchos otros. Así pues, no fue fácil conseguir una reservación, pero no me di por vencida fácilmente. Por fin conseguí la reserva, aunque tuve que esperar. Celeste es el lugar más pequeño que se puedan imaginar, pero para nada considerado un hueco. Es sofisticado, ya que una de las socias es arquitecta. (Y otro un cineasta, y otro poeta, y así sucesivamente). El ceviche fue una maravilla. Y también lo es -como llegaría a darme cuenta- la selección entera de un menú cuidadosamente curado.
¿Se puede decir de la cocina que está viva? ¿Apasionada? Ningún plato está demasiado hecho, ningún plato de más. Me he convertido, desde esa primera cena, en una cliente regular. Tan regular que soy más bien una ciudadana, me parece. Y Celeste es un mundo. Pero un mundo mucho más maravilloso y fidedigno que nuestro mundo real. Y en este sentido, en su forma modesta, Celeste es un restaurante visionario (…) Esta comida no está hecha para impresionar o intimidar, pero para dar placer. Yo nunca soy más feliz que cuando estoy en una de sus mesas.
Louise Glück
31 de marzo, 2020