Facebook me recuerda cada mañana dónde estuve hace uno, dos, tres, cinco, siete, ocho años. La semana pasada amanecí con un variado popurrí de destinos visitados: según la red social, se celebraba el ‘aniversario’ de mi visita a Yokohama (me subí a un silencioso auto eléctrico), de un hogareño fin de semana pintando con mis sobrinos en su casa de Texas, de mi tercera visita fugaz a esta Lima gris y de un periplo apresurado por Singapur.
¿De verdad he estado allí?, me pregunto incrédula cada mañana y el Frankestein creado por Mark Zuckerberg asegura que sí, y para probarlo me devuelve fotos más o menos pixeleadas y mal encuadradas que tomé con un Nokia, una Blackberry, mi primer iPhone. Algunas de esas escenas parecen pertenecer a la biografía de otra persona.
Antes, en una era menos vertiginosa, armábamos álbumes fotográficos, guardábamos entre las páginas de una guía de viaje las tarjeta de embarque y enviábamos postales a nuestros amigos y parientes justo antes de tomar el taxi al aeropuerto. Garrapateábamos algunas líneas describiendo el paisaje, nos las ingeniábamos para conseguir estampillas y luego depositábamos la misiva en algún elusivo buzón de correos. Y casi siempre volvíamos a casa mucho antes de que el cartero entregara nuestros saludos desde tierras lejanas.
Ahora no. Ahora todo el mundo se entera de nuestras aventuras en tiempo real. Ahora acumulamos experiencias y las exponemos a nuestros conocidos a una velocidad tal que, cuando el algoritmo de Facebook nos pone delante un retazo de nuestro pasado cercano, dudamos un segundo antes de dar el recuerdo por bueno. De decirnos: “yo estuve ahí”.
Ahora, por estos días, empezamos a planear nuestras siguientes vacaciones. Le robamos unos minutos a las tareas más aburridas y navegamos en Internet buscando la tarifa más conveniente para la escapada de Año Nuevo. Creamos alertas que nos avisan por e-mail si hay ofertas para viajar a la playa. Contamos -una y otra vez- cuántos kilómetros de viajero frecuente nos faltan para poder dar la vuelta al globo. En este mundo interconectado, viajar se ha hecho tan habitual que la mayoría de las veces el viaje no amerita -con suerte- más que un álbum de fotos alojado en alguna red social.
Pero no creo, como opinan ciertos tecnófobos, que esto haga nuestras experiencias más pobres, nuestros recuerdos menos valiosos. Los hace distintos. Del mismo que nuestra adolescencia fue distinta de la de nuestros padres y que la música que nos hace bailar es distinta de la que les gustaba a nuestros abuelos.