Cuando supo el sexo de mi hijo, mi mamá desempolvó todos los ropones y mantas que tejió para mí hace casi cuatro décadas. Todo era celeste. En esa época se esperaba hasta el día del parto para saber si tu bebé era hombre o mujer. Ahora resulta difícil imaginar esa situación.
Todos creían –o querían creer que yo sería niño. Apostaron firmemente a las creencias: que si una gestante tiene la barriga en punta o pocos antojos, entonces el bebé que lleva en el vientre es hombre. Además yo era la primogénita, y en la cabeza de mi abuela paterna no cabía otro deseo: que llegara un varón que preservara el apellido. Así que todos se dejaron llevar.
Mi cuarto fue preparado pensando en un niño. Si les mostrara las fotos, verían una donde estoy zambullida en una tina azul toda rolliza y con aretes. Como mi mamá nunca se ha hecho problema de nada, vistió a la Verito recién nacida con azul, celeste y blanco.
No sé si eso haya influido en mí de alguna manera, pero nunca me he sentido más ni menos que un hombre. Al margen de las obvias diferencias biológicas, creo que somos iguales. Así me trataron desde que nací. Por eso me atrevo a juzgar a la personas sin importar su género. Cuando veo a una mujer joven que destaca en cualquier rubro, espero mucho de ella. Una periodista, una abogada, una alcaldesa, una activista estudiantil, una dirigente vecinal siempre servirán de ejemplo para que quienes empiezan recién a darse cuenta de sus capacidades vean que les espera una dura batalla.
Por eso, cuando la esposa del candidato que hoy es presidente de la República empezó a sobresalir me cayó bien. Me gustaba verla dirigiendo con eficiencia la campaña de su marido. Era una líder. Alguna vez le dije que ella debía ser la candidata y no el comandante. Periodísticamente hablando era un personaje interesante.
Una vez primera dama, me indigné cuando fue blanco de críticas por supuestamente no haber sabido elegir los looks para los primeros actos oficiales. Y me alegró ver que cada día iba encontrando su propio estilo.
Admito que hasta me divertía ver a los experimentados políticos tambalear ante su creciente popularidad. Ellos mismos la empoderaron: la atacaban, ella respondía y siempre terminaba con una sonrisa. Pero tal vez la inflaron demasiado.
Ahora me molesta, como mujer, no verla defenderse siendo la cabeza de su agrupación. No sé si sea culpable o inocente de todas las acusaciones en su contra pero, como cualquier político, lo que debe hacer es responder en ese terreno. Más aún si pretende candidatear a la presidencia algún día.
Las justificaciones jurídicas son para los abogados. El Twitter y el Facebook pueden servir para estar cerca de la gente y para postear algún escueto comunicado o comentario, pero no te permiten ver el rostro del interlocutor, ni escuchar su entonación. No puedes evaluar si está nervioso o seguro de sus afirmaciones. Con un texto de 140 caracteres no puedes mirar a los ojos a tus posibles electores y convencerlos, de viva voz, de que lo que dices es verdad.
Entonces, sus adversarios políticos dicen que tiene miedo y en vez de callarlos con argumentos manda indirectas en mítines que promocionan programas del gobierno. Y encima permite que su esposo la defienda con frases machistas como «yo no me meto en las compras de dos señoras». Muy rosado para mi gusto.