Laura Zaferson
Pocas cosas hacen que me levante de la cama: la deshidratación matutina ocasionada por los excesos de la noche previa, la presencia de un cuerpo desconocido a mi lado –recientemente, una paloma-, y el calor. Hace 17 años, sin embargo, recibí un mensaje de texto que hizo que me incorporara rápidamente: «¿Te acuerdas cuando te morías por mí?», decía. No tenía el número guardado en mi celular así que la única manera de saber de quién se trataba era respondiendo o llamando, cosa que por supuesto no hice porque cuando se es joven uno se indigna con facilidad y además uno nunca tiene saldo. Mi curiosidad hervía, pero era tarde y no podía llamar del teléfono fijo. Muy a mi pesar, guardé silencio verbal y escrito y esperé un milagro. Mis plegarias fueron atendidas y cual Lázaro, mi teléfono brincó sobre la cama. Al contestar me encontré con una voz ceceante que reproducía el mismo contenido del SMS previo: «¿Te acuerdas cuando te morías por mí ?». El significado del mensaje, no obstante, fue completamente distinto. A falta de tono y manera, en el texto la frase quedó bastante cretina; pero en la llamada, la voz revelaba arrepentimiento y el ceceo al menos media chata de ron. Colgué. Colgué con el mismo desprecio con el que Soraya le gritaba a la maldita lisiada y no volví a saber de él hasta que un día me agregó a una red social y yo lo acepté porque lo recordé como ese buen chico que había declarado su amor con un año de tardanza y no como el crápula juvenil que había enviado un texto canallesco. La voz hizo la diferencia.
En el presente, cada vez tenemos menos oportunidades de protagonizar nuestros propios melodramas mexicanos y yo no sé si esto es bueno o malo. La tecnología nos regala muchas cosas: nos recuerda los cumpleaños, nos permite pagar la luz mientras esperamos en el tráfico y nos avisa cuando nos va a venir la regla. Pero también pasa que por ella dejamos de disfrutar el significado de las palabras cuando las oímos de la boca de aquel al que queremos o la observación del lenguaje corporal de la persona con la que estamos teniendo una conversación, especialmente cuando hay sentimientos involucrados.
El concepto de valentía también ha cambiado. Antes, valiente era el que llamaba a la casa y se arriesgaba a que el papá responda el teléfono, el que tocaba el timbre, el que decía te quiero en persona. Hoy en día las ventanitas del Inbox de Facebook o las del Whatsapp nos ayudan a soslayar la timidez para contactar a alguien y de hecho nos funcionan como una excelente herramienta de seducción, pero también pueden ser un escudo vil detrás del cual nos ocultamos. Vivimos tiempos difíciles, en los que la forma más dolorosa de rechazo es un doble check de color azul.
Me explico: el riesgo de no acusar recibo de algo que una mujer ha escrito es que se le está dejando a ella el gobierno para decidir el significado de esa situación. Peligrosísimo. Mientras que el hombre puede estar en una reunión, en el baño o haberse ido a escalar el Everest, la mujer ya ha construido una película acerca de por qué no le contestaron. ¿Cómo se evitan estas situaciones? Aunque parezca obvio, hablando acerca de ello. ¡Pero en persona! Usemos el chat para decirnos cosas lindas, para mandarnos narices de chanchito o para seducir. Pero cuando la conversación tiene que ver con algo que nos disgusta, no nos escondamos en la pantallita del Whatsapp. Aunque nos sintamos algo tontas al decir: «No me gusta que me dejes en leído», es importante hacerlo y es crucial que sea en persona, porque las conversaciones escritas pueden convertirse en batallas campales, pues carecen de entonación. Tecnologías y telenovelas aparte, todo indica que la buena salud de nuestra relación –y la de nuestra mente– sigue estando en manos de nuestra voz. Usémosla.