María Elena Moyano en Villa El Salvador. FOTO: Archivo familiar.
María Elena Moyano en Villa El Salvador. FOTO: Archivo familiar.
/ Archivo
Redacción EC

Por Manuel Jesús Orbegozo

Necesitaba de su alegría, de su esperanza, de su fe. La necesitaba para esgrimirla como ejemplo vivo de coraje, de fuerza moral. Porque, cuando muchos de nosotros enterramos la cabeza como la avestruz hasta que pase el peligro, ella lo desafió a cuerpo limpio, lo enrostró sin ceder ni una pulgada de terreno. Claro que a sabiendas de que la irracionalidad más que la dinamita podría terminar con su vida, que la lucha entre el odio y el amor era a muerte, pero ella no cejó: como las más sobresalientes heroínas de la historia, no dio su brazo a torcer.

María Elena Moyano, murió en su ley de dar el ejemplo de desprendimiento vital, de amor a la paz, de fe en la solidaridad humana; ejemplo de grandeza de espíritu.

Como dijo en el poema, Alejandro Romualdo, refiriéndose a la gesta de Túpac Amaru, recogido ahora como un lema para amedrentar a los cobardes: Pueden haberla asesinado, pero “no podrán matarla”.

Conocí a María Elena Moyano en los años 70, cuando ella era una incipiente vecina de Villa El Salvador y yo solía ir a menudo, para informar sobre la vida de este milagroso brote de vida en el desierto.

Mi primera fuente de información era Miguel Azcueta y los muchachos y muchachas que lo secundaban en su desaforado afán educativo, en su predisposición a servirse unos a otros, los recién llegados al arenal.

Los encuentros lo sosteníamos en el Colegio donde él era un decidido maestro popular o en su casa de rústicas maderitas y esteras como eran las de la mayoría de pobladores.

Entre esta gente joven que improvisaba piezas de teatro en la calle y hacía marchas nocturnas para cantarle al pueblo y las estrellas, estaba la adolescente María Elena.

No la pasé inadvertida como no pasaba a nadie, porque todos me daban estupendos ejemplos de camaradería, de amor, de comprensión humana no obstante nuestras visibles desigualdades de varias índoles.

Era morena, delgada, con su pelo naturalmente cortado a lo garzón y silenciosa. Recuerdo que no hablaba mucho y cuando le tocaba sonreir, sonreía casi tímidamente, mientras las sonrisas de los demás eran esplendorosas.

No recuerdo bien su indumentaria, pero debió ser un vestido largo de percala con dibujos imperceptibles, y sayonaras. En general, los vestidos de los muchachos y las muchachas que frecuentaban el Colegio “Alegría del Señor” eran visiblemente modestos.

Dejé de ir a Villa El Salvador y dejé de ver a María Elena, aunque no desconocía sus preocupaciones y sus fatigas. Quince años después, cuando todo me habría imaginado menos eso, la volví a encontrar.

Y, todavía lejos de la patria, en Asturias, a donde había viajado formando parte de la comisión que ese año de 1987 concurrió a recibir el Premio que el Príncipe de Asturias le había otorgado a Villa El Salvador, como símbolo de la Concordia.

Entonces, la abracé con la admiración que suelen causar las personas que como María Elena, sin más armas que su esfuerzo personal y en ella, su entrega total al desarrollo de su comunidad, logran una situación envidiable.

Acababa de terminar la sesión en el Municipio de Oviedo, la capital asturiana, cuando sucedió ese encuentro fugaz, ahora en la dolorosa secuencia de la añoranza.

En la siguiente noche, el de la premiación, y terminada tan suntuosa ceremonia realizada en el Teatro Campoamor, entre los que se acercaron a saludar a los Reyes de España: Juan Carlos y Sofía, y el Príncipe Felipe, estaba María Elena.

Entonces, un sentimiento de envidia atravesó mis sienes como un rayo. No podía creer que una mujer tan simple, tan humilde, tan silenciosa como la María Elena que conocí años atrás, estuviera entre los autorizados a estrecharle las manos a los Reyes.

Como adivinando mi envidia o mi deseo, María Elena me dio una salida. “Ponte detrás mío, —me dijo— no tengas miedo”. Miedo no tenía, en realidad, sino respeto. Nunca me gustó pasar sobre la raya que a menudo nos trazan las circunstancias o las leyes. Sin embargo, ahí, no había drásticas prohibiciones a qué atenerse; cobré ánimo, entonces, para acercarme a saludar a los Reyes y me coloqué casi inmediatamente después de María Elena, tanto que apenas pude tomar la fotografía en el momento en que saluda a S.M. Juan Carlos, a la Reina Sofía y al joven Príncipe.

La Reina Sofía conversó con ella. “Que simpática es la Reina, me ha felicitado con mucho cariño”, fue el único comentario que me hizo cuando le pregunté qué le había dicho.

Ya no volví a ver a María Elena. Ni siquiera para entregarle las fotografías que, aprovechando la luz de las estrellas y los flashes ajenos, logré captar esa noche.

En aquella oportunidad, cuando ambos intercambiamos opiniones sobre esa experiencia, me di cuenta que la personalidad de María Elena había madurado inmensamente. Me habló con mucha propiedad de cómo había progresado su Villa El Salvador, de cómo se había casado y tenía hijos y cómo era feliz porque como esa mujer del cuento cubano, cuando la Muerte venía por ella, no lograba llevársela, pues, siempre estaba ocupada.

No se sentía desconcertada por haber estado frente a los Reyes. Pensaba que era un privilegio para una trabajadora entregada a las tareas de su hogar y de servicio a los pobres de su comunidad, pero también consideraba que era un deber de los Reyes el acercarse a estrechar las manos del pueblo. “Esto deberían hacer ciertos funcionarios y políticos en el Perú -me dijo-, tú sabes que para algunos de ellos, nosotros los pobres, somos la quinta rueda del coche”. En sus palabras no reconocí el reproche, sino a una lúcida conclusión de convivencia social y política de lo cual ella era adalid.

“Ven para tomarnos una foto con la mamá de Michel” —me invitó, luego, pero yo no acepté. “Anda, negra, posa tú, nomás”, le contesté yo y me fui a mi lugar a tomarles fotografías, algunas de las cuales he desempolvado recién.

Michel Azcueta celebraba una fiesta aparte: A la ceremonia había llegado su madre, quien no entendía cómo su hijo español había conseguido ser peruano, identificarse tanto con el Perú. “Santos cielos —dijo la señora con su dejo español— mi chaval está dispuesto a entregar su vida por su nueva patria”.

María Elena, asintió ella y entonces fue que la escuché echar flores sobre Villa El Salvador, sobre la heroicidad de sus habitantes, sobre su entrega a forjar una sociedad nueva, autogestionaría, sin odios ni tregua a las fatigas.

“Vamos a seguir luchando contra la pobreza”, dijo con tanta convicción y sin pizcas de queja, que aún hoy me parece que aprecio su diafanidad.

No tocamos la lucha desatada por la irracionalidad porque esos no eran momentos propicios para hablar de la muerte.

María Elena comentó el discurso pronunciado por el entonces Secretario General de la ONU, doctor Javier Pérez de Cuéllar, aunque no fragmentariamente. Recordó una metáfora empleada en ese discurso cuando Pérez de Cuéllar dijo que hacía más de 100 años que 20 países de América se desmembraron de la península ibérica como si 20 ríos se hubieran salido de su madre.

Hace unos días, Javier Pérez de Cuéllar estuvo en Villa El Salvador, y María Elena fue la más entusiasta en la recepción. Hizo de conductora de la ceremonia de homenaje al ilustre peruano y yo escribí desde lejos, que el ex Secretario de la ONU debió recordar aquella tarde bajo el sol fatigante del verano, a dos personajes de mucha importancia villasalvadoreños: A Michel Azcueta y a María Elena Moyano, con quienes compartió honores en Asturias.

María Elena Moyano ya no está, la irracionalidad la ha hecho volar en pedazos, aunque como en el canto a Túpac Amaru, sus asesinos no han conseguido matarla.

Mañana y todas las mañanas de aquí en adelante, cuando en alguna ceremonia para celebrar la paz y cantar a la vida, se grite: ¡María Elena Moyano!, el pueblo, como en la mitología griega, ha de contestar con grito estentóreo: ¡Presente!

Necesitaba de su alegría, de su esperanza, de su fe.

La necesitaba para esgrimirla como ejemplo vivo de coraje, de fuerza moral, porque, cuando muchos de nosotros enterramos la cabeza como la avestruz hasta que pasase el peligro, ella lo desafió a cuerpo limpio, lo enrostró sin ceder ni una pulgada de terreno. Claro que a sabiendas de que la irracionalidad más que la dinamita podría terminar con su vida, que la lucha entre el odio y el amor era a muerte, pero ella no cejó: como las más sobresalientes heroínas de la historia, no dio su brazo a torcer.

SIEMPRE CON EL PUEBLO

María Elena Moyano murió en su ley de dar el ejemplo de desprendimiento vital, de amor a la paz, de fe en la solidaridad humana, ejemplo de grandeza de espíritu. Como dijo en el poema Alejandro Romualdo, refiriéndose a la gesta de Túpac Amaru, recogido ahora como un lema para amedrentar a los cobardes: pueden haberla asesinado, pero NO PODRÁN MATARLA.

Conocí a María Elena Moyano en los años 70, cuando ella era una incipiente vecina de Villa El Salvador y yo solía ir a menudo para informar sobre la vida de este milagroso brote de vida en el desierto [...]. Entre esta gente joven que improvisaba piezas de teatro en la calle y hacía marchas nocturnas para cantarles al pueblo y las estrellas, estaba la adolescente María Elena. [...]. Era morena, delgada, con su pelo naturalmente cortado a lo garzón y silenciosa. Recuerdo que no hablaba mucho y, cuando le tocaba sonreír, sonreía casi tímidamente, mientras las sonrisas de los demás eran esplendorosas.

No recuerdo bien su indumentaria, pero debió ser un vestido largo de percala con dibujos imperceptibles, y sayonaras. En general, los vestidos de los muchachos y las muchachas que frecuentaban el colegio Alegría del Señor eran visiblemente modestos. Dejé de ir a Villa El Salvador y dejé de ver a María Elena, aunque no desconocía sus preocupaciones y sus fatigas. Quince años después, cuando todo me habría imaginado menos eso, la volví a encontrar. Y, todavía lejos de la patria, en Asturias, a donde había viajado [...] a recibir el premio que el príncipe de Asturias le había otorgado a Villa El Salvador, como símbolo de la Concordia [...].

La reina Sofía conversó con ella. “Qué simpática es la reina: me ha felicitado con mucho cariño”, fue el único comentario que me hizo cuando le pregunté qué le había dicho.

EL REENCUENTRO

Ya no volví a ver a María Elena. Ni siquiera para entregarle las fotografías que, aprovechando la luz de las estrellas y los flashes ajenos, logré captar esa noche. En aquella oportunidad, cuando ambos intercambiamos opiniones sobre esa experiencia, me di cuenta de que la personalidad de María Elena había madurado inmensamente.

Me habló con mucha propiedad de cómo había progresado su Villa El Salvador, de cómo se había casado y tenía hijos y cómo era feliz porque como esa mujer del cuento cubano, cuando la Muerte venía por ella, no lograba llevársela, pues, siempre estaba ocupada. No se sentía desconcertada por haber estado frente a los reyes. Pensaba que era un privilegio para una trabajadora entregada a las tareas de su hogar y de servicio a los pobres de su comunidad, pero también consideraba que era un deber de los reyes el acercarse a estrechar las manos del pueblo. “Esto deberían hacer ciertos funcionarios y políticos en el Perú –me dijo–; tú sabes que, para algunos de ellos, nosotros los pobres somos la quinta rueda del coche”. En sus palabras no reconocí el reproche, sino una lúcida conclusión de convivencia social y política de lo cual ella era adalid. “Ven para tomarnos una foto con la mamá de Michel”, me invitó, luego, pero yo no acepté. “Anda, negra, posa tú, nomás”, le contesté yo y me fui a mi lugar a tomarles fotografías [...].

COMPROMISO CON EL CIELO

Michel Azcueta celebraba una fiesta aparte: a la ceremonia había llegado su madre, quien no entendía cómo su hijo español había conseguido ser peruano, identificarse tanto con el Perú. “Santos cielos –dijo la señora con su dejo español–, mi chaval está dispuesto a entregar su vida por su nueva patria”. María Elena asintió y entonces fue que la escuché echar flores sobre Villa El Salvador [...]. “Vamos a seguir luchando contra la pobreza”, dijo con tanta convicción y sin pizcas de queja que aún hoy me parece que aprecio su diafanidad [...].

María Elena Moyano ya no está; la irracionalidad la ha hecho volar en pedazos, aunque, como en el canto a Túpac Amaru, sus asesinos no han conseguido matarla. Mañana y todas las mañanas de aquí en adelante, cuando en alguna ceremonia para celebrar la paz y cantar a la vida se grite: ¡María Elena Moyano!, el pueblo, como en la mitología griega, ha de contestar con grito estentóreo: ¡Presente!

(*) El Dominical, 23 de febrero de 1992

Fuente: Manuel Jesús Orbegozo


Contenido sugerido

Contenido GEC