En Lima lo esperaban en el aeropuerto de Limatambo, la tarde del lunes 2 de mayo de 1960. Pero no llegó ese día. La capital amaneció y permaneció encapotada, más gris y oscura que un día de invierno, aunque estábamos en otoño. Así, su avión, un DC-3 de Panagra tomó nota de la advertencia y el piloto decidió bajar en la soleada ciudad de Chiclayo, al norte del Perú.
Eran cerca de las cuatro de la tarde y los chiclayanos vieron a Rafael Alberti bajar del avión junto a su esposa María Teresa León, también una notable escritora. Venían de Venezuela y debieron quedarse bajo el calor de la ciudad norteña hasta el día siguiente, martes 3 de mayo, muy temprano, pues partirían a las 7 de la mañana.
Por un azar del destino, Alberti, que se preparaba a ver una moderna ciudad como Lima, terminó, una vez instalado en el “Hotel Europa”, paseando campechanamente por las calles chiclayanas. Estaba encantado. Disfrutaba del paseo, del sol y la gente, de las casas y las verjas de las ventanas. Declaró a El Comercio que, deambulando por allí, se sentía “como en las viejas calles de Andalucía”.
Había visitado Cuba, Colombia y Venezuela, de donde venía, y en esos lugares dio conferencias, talleres e intervino en conversatorios y citas literarias. En Lima tenía planeado lo mismo, o casi lo mismo, pero Chiclayo apareció en su camino como las cosas inolvidables de la vida: de forma inesperada. Adelantó que en tierra limeña daría dos charlas; en la primera hablaría de un libro suyo sobre la pintura, y en la segunda profundizaría sus ideas sobre la figura inconfundible de Federico García Lorca.
En aquel otoño de 1960, Rafael Alberti recordaba Cádiz a cada paso que daba, porque no veía su tierra andaluza desde hacía muchos años, acaso los 20 años que residía en Buenos Aires, donde colaboraba con su esposa en la Editorial Losada. Alberti era entonces un robusto y sensible poeta de 58 años, la edad de la madurez mayor.
Tenía unos 10 ó 12 libros de poemas, cuatro de teatro, además de pinturas y grabados suyos. Federico García Lorca, el poeta asesinado por el franquismo, era un tema recurrente en sus visitas y giras por Europa o América. Alberti había publicado a los 22 años, en 1925, el poemario “Marinero en tierra”, con el que obtuvo el Premio Nacional de España.
A partir de allí, aparecerían “La amante” (1925), “El alba del alhelí. 1925-1926” (1927); “Cal y canto” (1929), “Sobre los ángeles. 1927-1928” (1929); y, ya en Buenos Aires, exiliado, “Entre el clavel y la espada. 1939-1940” (1941), “A la pintura” (1948), “Retornos de lo vivo lejano. 1948-1952” (1952), “Baladas y canciones del Paraná” (1954) y un par de libros más.
Para entonces, con varios libros recopilatorios de sus poemarios más notables, Rafael Alberti llegaba a Sudamérica, y al Perú esencialmente con una obra consolidada, que nunca dejó de construir puentes entre una poesía popular española, castiza, espontánea, y una poesía de expresividad culta, de raigambre universal y abstracta, integradora y cósmica.
El otro ángulo de su talento literario era la dramaturgia, donde desarrolló desde el monólogo (“El hombre deshabitado”) hasta la tragicomedia (“El trébol florido”), pasando por la tragedia (“La Gallarda”) y la fábula con “El adefesio”, una pieza estrenada en Lima por la directora catalana Margarita Xirgu. Con este bagaje literario y artístico llegó. Era la mañana del 3 de mayo de 1960. César Miró fue el encargado de El Comercio para informar de la mejor manera los pasos del artista por la capital.
Admirador del poeta español Antonio Machado, a quien consideraba un maestro, el autor de “Marinero en tierra” tenía una hija llamada Aitana, nacida en 1941 cuando él y su mujer ya estaban en Buenos Aires. Es a ella a quien dedicó “Pleamar” (1944), otro poemario de su exilio, cuando Aitana Alberti León tenía apenas tres años.
El destierro era un proceso duro para cualquiera, pero lo era aún más para un escritor como Alberti. Con los años, se conoció que ese periodo largo de exilio latinoamericano, que coincidió también con sus giras, se pudo sostener por el esfuerzo de ambos, de la pareja, y se supo también que María Teresa León fue la columna vertebral de su hogar en esos agotadores días. Ella hacía guiones radiales por encargo, hacía de todo para procurar ingresos a su familia.
A llegar a Lima, la pareja celebraba una publicación reciente del poeta. Se trataba de “La arboleda perdida” (1959), un libro de hermosa prosa poética, que recopiló nostálgicas notas que aparecieron originalmente en diarios y revistas. Era un libro con deslumbrantes recuerdos, tan descriptivos como reflexivos, plenas de color, concepto y música verbal.
El Alberti que Lima conoció era un hombre de principios. Había apoyado a la República ante la reacción franquista y, en ese 1960 apoyaba también la lucha de Cuba, país en el que había estado semanas atrás. En Lima, días antes de su llegada, había mostrado su sensibilidad plástica en una exposición con ribetes de tauromaquia en el Instituto de Arte Contemporáneo (IAC).
Hacia el mediodía del miércoles 4 de mayo de 1960 (en el aniversario del diario decano), el poeta español dio una breve entrevista, o mejor dicho, conversó con César Miró, quien lo había conocido en los años 30, en Madrid, y luego lo vio en Buenos Aires en su exilio. Y aquella vez en Lima, en el reencuentro, caminaron un rato juntos, al lado de Sebastián Salazar Bondy.
Rafael Alberti les contó que “ahora venimos de Colombia, de Venezuela, de Cuba que está terminando su independencia. Fidel Castro es un libertador tardío”, comentó, con el entusiasmo de un hecho nuevo. Y siguieron caminando para que Alberti contara de su libro de memorias (“La arboleda perdida”). La coyuntura de Venezuela y Colombia, y sus impresiones de América toda impactaron al poeta.
Ya sin Salazar Bondy, César Miró siguió hablando con el poeta de los problemas de América y, cuando se detuvieron en una esquina para contemplar las torres de la iglesia de San Francisco, en el centro de Lima, de la nada surgió la figura del poeta Martín Adán, cuyo nombre real era Rafael de la Fuente Benavides. Así reseñó Miró la escena:
“Se dan la mano ambos Rafaeles y el nuestro saca del bolsillo unos versos escritos con lápiz, borroneados, en un pequeño papel. Nos detenemos a escuchar. Recuerdo el último verso, primicia de estas líneas, que acaso no se publicará jamás: ‘Tú, desesperación; tú, madre mía…’”. Alberti comentó, reflexivo: “Lo mismo hacía Unamuno por las calles. Pero, hay tanto ruido aquí”.
Miró llevó a Alberti a almorzar a “Las trece monedas”, un restaurante en el jirón Ancash, cerca de la avenida Abancay. El lugar era algo señorial, y allí el poeta gaditano se sintió cómodo para seguir hablando de pintura y de las vírgenes de la Escuela Cusqueña. Esa tarde, la despedida le pareció a Miró que volvió incompleto el reportaje. Pero nada se podía hacer.
Alberti, esa misma noche, presentó un recital poético en el Instituto de Arte Contemporáneo (IAC). Se concentró en la recitación de los poemas de su libro “A la pintura”. En esos versos expresaba su emoción plástica. Poesía breve alrededor de la luz, el color, la línea, las formas, pero también homenajes a grandes pintores de Occidente. El local estaba repleto y el entusiasmo de los seguidores hizo vibrar el IAC.
El jueves 5 de mayo, por la noche, en un local del jirón Huancavelica, en el centro limeño, Rafael pudo escuchar sus propios poemas recitados por un grupo de poetas, entre los que estaban César Calvo, Gonzalo Rose, Alejandro Romualdo y Gustavo Varcárcel. Luego su esposa, la escritora María Teresa León, dictaría una conferencia titulada “El dulce rostro de España”. Esa noche, Alberti hizo una lectura de sus poemas.
Al día siguiente, el viernes 6 de mayo, Alberti se presentó en el local de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA), en el jirón Ica, para dar una conferencia. Esa noche se vendieron todos los boletos de entrada. Tras la presentación de Manuel Solari Swayne, a nombre de la triple A, Alberti inició su intervención, testimonial y documentada, sobre el poeta, su amigo, Federico García Lorca. Lo recordó con hondo sentimiento fraternal. “Noche de recuerdo y alabanza de García Lorca” se tituló la charla, donde comentó los primeros días de su amistad con el malogrado poeta, hacia octubre 1923 en la residencia de estudiantes de Madrid.
“Federico era un muchacho delgado, de frente alta y un intenso mechón de pelo negro como el Antoñito de su romancero. Su aspecto no era de un gitano”, dijo esa noche y relató un largo viaje a Sevilla que hicieron junto al torero Ignacio Sánchez Mejías, debido al tercer centenario de Luis de Góngora. Una aventura juvenil de donde, señaló Alberti, el poeta de “Romancero gitano” había rescatado la fuerza de la naturaleza, la franqueza de las relaciones humanas y el valor del arte como lazo entre la vida y la muerte.
El poeta confesó que fue amigo de García Lorca durante 12 años, y contó algunas cosas de su muerte y se comprometió a llegar a Granada, porque así se lo había prometido a su amigo poeta en una balada. Y allí, en Granada, le pediría “un ramo verde de luz para sus ojos”, allá junto “al son del agua que ya repite su nombre para siempre”. Luego, recitó poemas lorquianos, y lo mismo hizo María Teresa León y Sebastián Salazar Bondy. Así terminó su presencia en Lima.
Rafael Alberti y María Teresa León partieron de Lima el sábado 7 de mayo de 1960. Volvieron a su casa en Buenos Aires, y allí vivirían hasta 1964, completando los 24 años de exilio en ese país y en Uruguay; para luego vivir otros 14 años en Italia, hasta 1978, entre viajes y más giras por Europa y América.
El fin del gobierno de Franco en España significó el regreso a su tierra. María Teresa León fallecería en 1988 y Rafael Alberti, ya casado con otra mujer, María Asunción Mateo, dejó de existir el 28 de octubre de 1999.
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