La copa del mundo de 1986 pasará a la historia como una de las mejores. Vimos el mejor gol de los mundiales y también “La mano de Dios”; gozamos con la magia de Platini y la Dinamarca del fútbol práctico; admiramos la sencilla contundencia de Bélgica y el juego atildado de los brasileños. Tuvo de todo, y además, de “yapa”, la gran final del 29 de junio, entre argentinos y alemanes, con un epílogo emocionante con la imagen de Diego Maradona levantando el trofeo más deseado.
Al empezar el mundial pocos apostaban por la selección de Salvador Bilardo, especialmente los argentinos. El “narizón” había impuesto un fútbol muy táctico y poco agresivo. La columna vertebral la integraban el arquero Nery Pumpido, el defensa Oscar Ruggeri y el volante Sergio Batista. El cerebro era Diego Maradona, eso era indiscutible.
Los albicelestes rompieron fuegos el 2 de junio con un triunfo. Fue ante un equipo coreano que lució un juego tan rápido como limitado. Los asiáticos parecían chocarse entre sí. Argentina venció 3 a 1 sin convencer, pero el “pibe de oro” consiguió entusiasmar con algunos chispazos de genialidad.
Luego se enfrentaron a Italia, los campeones vigentes, reyes del “catenaccio”, los arquitectos del cerrojo defensivo. Pero los argentinos contaban con la “llave”: Maradona, el genio de 1,66 apareció, anotó y anunció que sería desequilibrante.
Los gauchos aseguraron su clasificación en el Grupo A contra Bulgaria con un claro 2 a 0. ¿El fantasma de la eliminación en España 82 empezaba a desaparecer? Todo indicaba que sí. Este mundial era ya otra historia.
En octavos de final Argentina choca con Uruguay en el llamado el clásico del “Río de La Plata”. Estos partidos habían hecho historia por la fuerza y fricción con que solían jugarse. Y en México esto no fue la excepción. Hubo escasos ataques y mucha marca, pero el once argentino anuló a los uruguayos por 1 a 0, con gol de Pasculli. Había que vérselas con Inglaterra.
Las Malvinas argentinas
El 22 de junio, en cuartos de final, los “gauchos” se topan con la selección inglesa en un tenso contexto extrafutbolístico: cuatro años antes ambas naciones habían protagonizado un conflicto bélico por las Islas Malvinas, que los británicos denominaban Falkland.
La derrota argentina había dejado el orgullo herido. El destino ponía sobre la mesa la oportunidad de mitigar el revés en otro campo muy lejano al de las balas y los tanques: el fútbol.
Mientras en las tribunas del Azteca argentinos e ingleses se trenzaban en su propia guerra -arrebatándose banderas y lanzándose insultos-, en la cancha, bajo un sol esplendoroso, los 22 jugadores esperaban el pitazo inicial del árbitro Alí Bennaceur de Túnez (que no tenía la menor idea de lo que le iba a suceder).
El partido se vio sazonado por innumerables momentos memorables. El gol con la mano de Maradona, que “nadie” vio, y el segundo gol del “diez”, que todos vieron. El primero fue la “viveza” llevada al límite del histrionismo. El mediocampista argentino se sorprendió de haber engañado al árbitro y al juez de línea, en tanto celebraba el “gol” mirando a todos lados como preguntando: “¿No se han dado cuenta?”.
El segundo, una fastuosa obra de Diego, empezó en el mediocampo. Con la bola pegada al botín izquierdo avanzó utilizando una de sus armas más letales: el amague. Cada defensor que le salía al frente no podía saber a qué lado iría el volante argentino. Cuando decidían cerrarlo por un lado, Diego picaba por el otro. Así fue dejando regados a cuanto ingleses intentaban interceptarlo, para finalmente batir al arquero Peter Shilton.
El mundo acababa de apreciar una de las obras maestras del fútbol. Hasta hoy no hemos podido apreciar otra jugada de similares dimensiones en un escenario como la Copa del mundo.
Tras vencer 2-0 al sorpresivo equipo belga, en semifinales –donde “el Diego” también anotó-, los sudamericanos aterrizaron en el partido final, algo que ni los propios argentinos soñaron en un principio. El rival era Alemania Federal, que había clasificado en la etapa de grupos con mucho esfuerzo, para luego llegar a tropezones hasta esa instancia.
La final
Ante 115.000 espectadores, reunidos en el estadio Azteca, los equipos saltaron a la cancha a estudiar sus debilidades. Se mostraron cautos y recelosos, por lo que las emociones fueron escasas. Tras el pulseo inicial Argentina hilvanó ataques más profundos hacia la valla de Schumacher, el portero alemán. La habilidad sudamericana, bajo la batuta de Maradona, asomaba como el elemento desequilibrante en un partido de “dientes apretados”.
A los 22 minutos un centro de Burruchaga fue perfectamente conectado por el defensa argentino José Luis Brown, ante una pésima salida del guardameta germano. Los albicelestes abrían el marcador con un tanto a la “europea”.
Ese día Schumacher, uno de los héroes alemanes en el mundial, se había levantado con el pie izquierdo. Los germanos se fueron con todo para buscar la igualdad. Otra vez apostaron a la fuerza y la suerte para salir de la encrucijada. Pero los argentinos jugaron con calma y manejaron el partido. Con el 1-0 se fueron al descanso.
Maradona se había desplazado con incomodidad por la férrea marca de Lothar Matthaus, uno de los puntales del equipo alemán. ¿Pero se le podía anular totalmente? Los minutos posteriores mostrarían que no. En muchos momentos más de un alemán había tenido que ir en ayuda de Matthaus, descuidando a los otros jugadores argentinos.
Ni bien empezó la etapa final los alemanes pusieron contra su arco al equipo de Bilardo. Era una máquina prensadora que iba en un solo sentido. El empate parecía inevitable. Entonces se produjo un contraataque argentino. Diego Maradona entregó el balón a Enrique y este cedió a Valdano, quien superó a su marcador y definió con un tiro cruzado. Todo parecía finiquitado a los 10 minutos del segundo tiempo.
Llegaron entonces los minutos más críticos de Alemania, cuyos mediocampistas perdieron innumerables balones fáciles de jugar. Fue un trance de desconcierto. Sus ataques se desvanecieron por sus propios errores, ignorando las bandas y sin hallar la forma de desbordar a su rival. El futuro se les presentaba oscuro, hasta que descubrieron en los saques de esquina la luz al final del túnel.
Recuperación alemana
El Azteca era un festival argentino y el público pedía otro gol frenéticamente, cuando en el minuto 27 Brehmer lanzó un córner y tras un cabezazo de Voller, Rummenigge remató desmarcado en el área chica. Era el primer gol alemán. El estadio quedó en silencio, salvo la hinchada europea que volvía a respirar.
Karl Heinz Rummenigge se puso el equipo al hombro y empujó a sus compañeros en busca del empate. Eso desconcertó a los argentinos, que vieron crecer la camiseta verde de los germanos como una marea. A los 36 minutos Voeller –también en un tiro de esquina- logra el empate y pone aún más contra la pared a los sudamericanos.
La emoción alcanzó ribetes inesperados. Lo que parecía increíble se había hecho realidad. Un equipo con dos goles abajo había logrado empatar -en plena final mundialista- y ahora parecía más cerca un tercer gol alemán.
Pero en el fútbol no hay lógica. Restaban nueve minutos de infarto y Argentina estaba indecisa. Sin embargo, el rumbo de la historia cambiaría súbitamente: Maradona tenía guardada una última inspiración, que llegó a los 39 minutos. Estiró un pase preciso sobre Burruchaga, con su zurda prodigiosa, a espaldas de los zagueros teutones.
El delantero escapó perseguido por su cancerbero, el gigante Briegel. Los espectadores en el estadio y los aficionados en todo el mundo -por televisión-, debieron haber contenido el aliento por esos breves y eternos segundos.
Burruchaga puso más, y a la salida de Schumacher definió con un tiro esquinado. Llegó el final del partido con una explosión de júbilo por parte de los argentinos. Los asistentes habían presenciado en vivo la coronación como campeón del mundo del mejor futbolista de aquellos años, y para muchos, el mejor de todos los tiempos.
“Hoy sin duda fue el día más feliz de mi vida”, comentó Diego Maradona en el vestuario albiceleste, en medio de la algarabía de sus compañeros. No era para menos, en España 82 el chiquillo superdotado se había ido sin pena ni gloria. Cuatro años después había saldado una deuda pendiente consigo mismo.
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