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El uso no era obligatorio en un principio, en el principio de todo, es decir, en 1916. Ese año fue la primera vez que las autoridades peruanas buscaron implantar el taxímetro en el país. Se exigía, no se obligaba, por un lado; pero, por otro, no dejaba de preocupar a los taxistas. Por eso se llegó a sugerir, en octubre de ese 1916, que “una empresa activa e inteligente recoja la iniciativa, haciéndola realidad, en Lima, ya que, en todas las grandes ciudades, el triunfo del taxímetro es completo y su utilidad ha quedado debidamente demostrada”, informó El Comercio. Luego, la historia se volvió obsesiva e improductiva a la vez.
“El señor de las distancias” era el nombre que algunos periódicos limeños como El Comercio pusieron al moderno mecanismo que buscaba controlar y poner precio a un trayecto en auto por la capital. En la nota del 2 de octubre de 1916, el diario decano realizó un verdadero informe de lo que significaba en ese tiempo usar un aparato como el taxímetro.
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Se hacía la comparación de este nuevo aparato con la “caja registradora”, que facilitó la vida comercial de ese mundo que para entonces vivía en plena Gran Guerra (1914-1918). Se decía que cualquier persona, por más buena y honesta que fuera, podía equivocarse en las cuentas, pero “la caja registradora no se equivoca jamás”. (EC, 02/10/1916)
Otro mecanismo muy útil y práctico en esos años era el “contómetro”, lo que hoy conocemos como la calculadora. El “triunfo de la mecánica” era el eslogan de moda, y se había impuesto en todo tipo de transporte público, como en los tranvías, donde reinaba un aparato a modo de tambor que botaba los tickets por persona y marcaba el número de pasajeros en el día. Tanto las cajas registradoras como los aparatos marcadores de los tranvías facilitaron el conteo y la contabilidad de los servicios al consumidor.
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De esa forma, se pretendía imponer también el taxímetro que, además, ya era usual en los “carros y ómnibus” de Buenos Aires, Argentina, por mencionar un país sudamericano. Uno de los motivos que se esgrimían durante esa segunda década del siglo XX para buscar la instalación de taxímetros en Lima y, a la larga, en todo el Perú, era lo impredecible e informal del trato con el “chauffeur”. Muchas veces abundaban actos de abuso, viveza y hasta de violencia en el trato pasajero-chofer.
El taxímetro fue presentado al público limeño como una forma de civilizada relación pasajero-chofer. Era el control definitivo del cobro de pasajes, en función de las distancias recorridas, especialmente en los servicios de taxi. “El taxímetro es un reloj de gran precisión. Aplicado al pescante, el pasajero le tiene a la vista, de manera que puede comprobar el recorrido que ha hecho”, decía el diario decano. (EC, 02/10/1916)
Es interesante saber cómo funcionaba un taxímetro a inicios del siglo XX. El aparato estaba en contacto, “en comunicación directa” con una de las ruedas delanteras del vehículo. “Un tubo forrado de escamas metálicas trasmite al interior del taxímetro los movimientos rotativos de la rueda, marcando el aparato el número de metros recorrido. El aparato es pequeño y reluciente. Tiene una banderita roja que sobresale, indicando a los transeúntes con letras blancas la palabra: “libre”. Al ser ocupado el vehículo, el auriga baja la bandera y el taxímetro queda listo para marcar las distancias”. (EC, 02/10/1916)
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No había mejor explicación que esa. El pasajero solo debía decir el lugar de llegada y listo: el taxímetro le decía al llegar el monto a pagar por la “carrera”. Solo debía mirar el “taxi” (para abreviar “taxímetro”), como entonces se decía en los Estados Unidos. En París, Buenos Aires o Nueva York, la forma de cobro variaba, pero lo que siempre funcionaba era que cada 800 metros de recorrido el taxímetro marcaba una cifra determinada. En París, por ejemplo, el taxímetro se hizo tan popular que hasta hubo dos empresas que funcionaron, aunque con algunas restricciones, en plena Primera Guerra Mundial.
Estas empresas eran la “Compañía Urbana Unión”, y la otra, la “Compañía Nacional de Taxímetros Francesa”. La primera de las mencionadas, informaba El Comercio, “tenía, antes de la guerra, de cinco mil a seis mil vehículos con ‘taxi’”. El respeto al pasajero parisino era tal que si se descomponía el auto o el taxímetro (y no importaba el recorrido), este solo pagaba un franco. Y no solo eso, el propio auto era llevado al depósito (o garaje), y si era necesario era retirado del servicio por tiempo indefinido. Al menos en Francia, los choferes recibían el 40% del total ganado y el pago era semanal. (EC, 02/10/1916)
El diario decano abogaba por la implantación de los taxímetros en Lima, pues los abusos abundaban. En 1916, se percibía que el aparato promocionado desde París y Buenos Aires era un éxito, que funcionaba y le daba a las ciudades un aire de modernidad. Así, el plan de los taxímetros en Lima empezó allí, pero no fue de uso masivo ni de aceptación popular; y ni los chauffeurs lo aceptaban, pese al entusiasmo de los diarios y las autoridades.
Sin embargo, el plan de tener taxímetros en el Perú no se detuvo. Si bien el encargado directo de establecerlos era el Concejo Provincial de Lima, el apoyo de los gobiernos centrales era vital. Con todo el entusiasmo de por medio, no se pudo mantener firme en tiempos del segundo periodo del presidente José Pardo (1915-1919); pero el ‘oncenio’ de Augusto B. Leguía (1919-1930) buscaría darle, en 1928, un curso real y efectivo.
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EL TAXÍMETRO EN LOS AÑOS 20, EL DEL ‘ONCENIO’: UN BUEN INTENTO
El 21 de enero de 1928 fue una fecha clave. Ese día, el Concejo Provincial de Lima instaló taxímetros en dos autos Ford de plaza. Era la prueba final a un proceso tedioso, largo, que implicó cambios, avances y rectificaciones desde junio de 1926, y que terminó estableciendo la obligatoriedad de taxímetros para los automóviles Ford del servicio público y una tarifa (el tema más controversial).
El encargado por el municipio limeño, es decir, el concesionario fue el empresario Enrique Meunier (casado con Edith Palma, hija de Clemente Palma y nieta de tradicionalista Ricardo Palma), quien empezó su trabajo con esos dos Ford: eran los Ford números 1 y 597, indicaba El Comercio. (EC, 22/01/1928).
La referida concesión fue otorgada por el Concejo Provincial, previo informe de la Inspección de Rodaje, con dictamen del fiscal de la Corte Suprema y el Acuerdo Ministerial correspondiente. Es por eso que hubo mucha expectativa de las autoridades y de la prensa local. De esta forma, el concesionario y los representantes de la empresa argentina Talice y Co. trajeron a sus invitados: un par de mecánicos y dos médicos argentinos que hicieron de pasajeros.
“Se inició el recorrido de la Avenida Petit Thouars a la Plaza de Armas, con la tarifa No. 1, que es la de día. Según esta tarifa, se pagarán 30 centavos por una o dos personas que recorran 1,200 metros y 10 centavos por cada 300 metros de más. Así, al llegar el auto 597 a la Plaza de Armas, ocupado por cuatro personas (la tarifa de 30 centavos es por uno o dos pasajeros, cada pasajero de más paga 10 centavos en todo el recorrido), el taxi marcaba 70 centavos… 50 por el recorrido y 20 por los dos pasajeros”. (EC, 22/01/1928)
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Después, los autos Ford siguieron su recorrido por Barrios Altos y otros lugares del Cercado de Lima, siempre observando que el taxímetro marcara lo correcto por las distancias y el número de pasajeros. Los dos Ford llegaron hasta San Miguel (Hotel Bertolotto) y de allí regresó al centro de la ciudad por la calle Washington (hoy avenida). El plan era colocar los taxímetros en los Ford de servicios; así empezó a funcionar desde el 1 de febrero de 1928, con una tarifa diurna (de 6 am. a 1 am.); y una tarifa nocturna (de 1 am. a 6 am.).
El mecanismo del aparato era casi el mismo que se apreció en 1916, con una caja conectada a las ruedas dentadas del auto, las cuales marchaban con el auto y marcaban los kilómetros recorridos. Debían ser aparatos modernos y de “fácil manipulación”, ese fue el encargo al señor Enrique Meunier. El aspecto que más se mejoró, en esos años 20, fue el de la seguridad de los taxímetros. Era tecnología francesa, y esta aseguraba que los conductores no pudieran manipular el marcado del precio.
El concesionario Meunier se comprometió a colocar los taxímetros en todos los autos del servicio público en un plazo de un año. Esa vez la instalación era obligatoria y hasta la Policía de seguridad y municipal podían detener a los automóviles que no tuvieran taxímetro.
Meunier estaba autorizado a cobrar por cada taxímetro alquilado, la suma máxima de 25 centavos diarios. No podía cobrar ninguna suma extra por instalación o reparación, salvo cuando la descompostura era causada por el chofer. Asimismo, el municipio limeño le cobraba al concesionario la suma de 50 centavos quincenales por cada taxímetro en servicio. La falta de este pago significaba la cancelación inmediata de la concesión.
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No obstante, el gran temor, ya desde la década anterior (la del 10) y en aquella de 1920 también, era que los taxímetros, finalmente, encarecieran más el servicio de taxi, especialmente en los recorridos largos.
A mediados de la década de 1960, el gobierno municipal de Luis Bedoya Reyes volvió a la carga con los taxímetros, y también lo estableció como “obligatorio”. Pero la verdad es que, pese a las resoluciones de la Dirección General de Tránsito de la Municipalidad de Lima, nadie o pocos hacían caso a los plazos que se vencían uno tras otro.
Ya en un informe de El Comercio, del 6 de diciembre de 1966, se informaba de escalas de cobro para los taxímetros en los autos de alquiler o de “taxi”, que daban los servicios de transporte en Lima y Callao. Se hacían todo tipo de diferencias: ya sea con un precio base o de “baja de bandera” (eran 4 soles para un trayecto de 300 metros, y luego solo 50 centavos por los siguientes 300 metros); con un precio por el tiempo de espera (Ojo: 50 centavos por min.) y un límite de 4 pasajeros por viaje; así como otro precio de taxi por la llamada a la Estación.
Como en las otras ocasiones, el servicio nocturno tenía un recargo del 50%; y la novedad era que para ir el nuevo aeropuerto Jorge Chávez en el Callao, el precio aumentaba 50% de día y 100% si era el viaje en la noche. De ese tiempo viene la idea, muy arraigada en todos los peruanos, de que un servicio de “taxi” al aeropuerto es inevitablemente caro.
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El uso del taxímetro, reglamentado por el Decreto Supremo Nº 23, no se cumplía en la mayoría de los casos, pese a todas las indicaciones y advertencias para que así fuese. La opinión pública estaba muy dividida. Decía El Comercio al respecto: “Sobre el uso de los taxímetros, se han pronunciado tanto a favor de su establecimiento como en contra de los aparatos, el público usuario y los choferes profesionales dedicados al servicio de automóviles de alquiler”. (EC, 06/12/1966)
Nuevamente, el tema del costo para el usuario salía a flote. La inercia de imponer el sistema campeaba, pero no había total certeza de su aplicación ni siquiera entre las mismas autoridades, las cuales tampoco querían imponer a la fuerza algo que el propio público –o parte de él– cuestionaba.
Lo cierto era que el taxímetro evitaba desgastantes discusiones de precio con el taxista, pero a cambio se cobraba hasta los minutos de espera por el tráfico. Solo resultaba económico si se conducía por un vía rápida como se supone iba a ser –recién– la Vía Expresa del Paseo de la República, que avanzaba a todo dar el alcalde Luis Bedoya.
Había cierto apuro en establecer el taxímetro (para estar “a la altura de las grandes ciudades”, se decía aún). En 1966, el Reglamento General de Tránsito “no contemplaba el uso, característica y funcionamiento de los dispositivos llamados Taxímetros, por lo cual se incorporó a dicho reglamento, las normas legales que autorizan su empleo”. Era el todo o nada para los taxímetros. (EC, 06/12/1966)
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Pese a la imposición del uso, la idea que iba calando poco a poco entre la gente era que solo pasarían del abuso del taxista en el precio (que era algo real) al abuso frío de una máquina eléctrica, cuyos precios, además, no lo veían cómodos. Las autoridades, por su parte, insistían en imponer el sistema de taxímetros para así evitar líos sobre el valor de la carrera, indicaban.
En junio de 1967, cuando ya debía haberse empezado a masificar su uso, el taxímetro más bien no era bienvenido. No lo quería el Sindicato de Choferes de Lima, que alegaba que no acataría la tarifa aprobada por las autoridades de transportes. En tanto, la Dirección General de Tránsito guardaba el más absoluto silencio, a pesar de que le correspondía imponer su autoridad en acatamiento al Decreto Supremo Nº 23, que reglamentaba el uso del taxímetro.
En esos años 60, la empresa encargada del sistema de taxímetros era Taximac-Perú, la cual acordó con el gobierno, por medio de la Dirección de Industrias del Ministerio de Fomento, fabricar los taxímetros. Se hicieron en un año unas 10 mil unidades. Sin embargo, la producción se detuvo por la poca demanda. Hasta debieron ofrecerlos en alquiler.
Se fue abriendo una brecha entre los que tenían y los que no tenían taxímetros. Los debían usar “solo los automóviles de servicio público que realicen operaciones de ‘taxi’”, los que podían hacer servicio de colectivo si así lo deseaban, con las tarifas vigentes y en las rutas ya establecidas. En tanto, los vehículos que no tenían taxímetro “solamente podían ofrecer servicio de colectivo o servicio interprovincial, en donde rigen tarifas ya convenidas”. (EC, 25/06/1967).
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El servicio con taxímetro fue saboteado por los comités y sindicatos de choferes. En diciembre de ese año, la Dirección General de Transito volvió a la campaña e instaló un nuevo taxímetro en un taxi. Sin embargo, la cuestión no prendió en los choferes y usuarios, quienes sufrían con el atroz tráfico que hacía más oneroso el viaje con taxímetro.
Con el paso de los años, a fines de la misma década del 60, ya no fue tan rentable producir taxímetros en serie para el Perú, más bien sí lo fue para exportarlos. Efectivamente, en diciembre de 1969 se fabricaba o, mejor dicho, básicamente se ensamblaban taxímetros “para abastecer a los países del Grupo Sub Regional Andino. Dicho de otro modo, significa que el Perú obtendrá una apreciable cantidad de divisas por la exportación de 85 mil taxímetros a Chile, Colombia, Ecuador y Bolivia, según manifestó el Ing. Max Souffriau, de Taximac Perú”. (EC, 23/11/1969)
En el Perú, según los sindicatos de choferes, el tema del taxímetro era el de un “monopolio” más. A finales de 1970, las colas eran enormes en los talleres de la única empresa que los distribuía, en la avenida Venezuela, debido a las fallas de los aparatos. Los choferes decían que eran taxímetros traídos de Argentina, de segunda mano, y que acá los arreglaban. Por eso los desperfectos eran continuos, señalaban.
En 1975, se intentó nuevamente el uso del taxímetro con algunas modificaciones. Pero, tampoco fue aceptado por los choferes. El tema no dio para más hasta la siguiente década.
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Con nuevas autoridades ediles en funciones desde el 1 de enero de 1981 (las elecciones fueron en noviembre de 1980), las cuales pertenecían al mismo partido en el gobierno, el de Acción Popular, de Fernando Belaunde Terry, el tema de la implementación de taxímetros volvió a estar presente en la opinión pública peruana. El nuevo alcalde de Lima, el arquitecto Eduardo Orrego intentó poner orden en el caótico tráfico de la capital, y uno de los canales era también el de poner justicia en los precios de los taxis, a través de los taxímetros.
En 1982, nuevamente se dictaron otras disposiciones referentes a la utilización y se incluyó un mandato, en el sentido de que los autos del servicio público deberían ser uniformados con un distintivo único. Esta ordenanza señaló también que “los taxímetros serán fabricados por Taximac, una empresa con capital francés y una firma japonesa”.
Se escucharon nuevamente las eternas protestas del gremio de taxistas. Sin embargo, pese a ello fueron muchos los propietarios de “automóviles de alquiler” que adquirieron e instalaron los taxímetros en sus vehículos. El uso de esos taxímetros fue como el paso de un cometa: muy fugaz.
Las encuestas que los medios de prensa como El Comercio hicieron a fines de ese año (1982), ante la propuesta de volver al taxímetro (una idea añeja, como hemos visto), dieron como resultado una disputa pareja entre los que opinaban a favor del uso de este aparato en los ‘taxis’ y los que, de plano, lo desechaban.
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Todo parecía indicar que los civilizados taxímetros no eran para una ciudad como Lima, donde reinaba la “viveza criolla”: tanto para engañar a los pasajeros como para manipular los aparatos. Abogaba, finalmente, la mayoría de encuestados de esa década de violencia y anomia social, que lo mejor era el “trato directo” con el conductor, con el que se debía quedar en un precio antes de subir al taxi, señalaban. (EC, 15/12/1982)
Pero el tema siguió vigente en los gobiernos ediles de Alfonso Barrantes (1983-1985) y en parte de la gestión de Jorge del Castillo (1986-1989); es decir, entre 1984 y 1987. En esos años, la Municipalidad de Lima hizo todo lo posible por imponer de nuevo el taxímetro; eran tiempos de Manuel Cáceda en la Gerencia de Transporte Urbano. Con todo, no se logró implantar el taxímetro en esa década ochentera, al parecer, por dos razones muy sencillas de entender: “Por una demora de los proveedores de los equipos y (por) la interrupción de ese programa en la gestión del alcalde Jorge del Castillo”. (EC, 30/05/2012)
Una historia larga e infructuosa ha sido la del “señor de las distancias”, los taxímetros, en el Perú. Algo que parece usual, natural o tradicional en numerosos países del mundo, incluidos los latinoamericanos, aquí fracasó. Como han fracasado casi todas las medidas para formalizar el servicio público de transporte en nuestro país.
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