¿Cuándo empezó el caos vehicular en Lima? Así era el tránsito de la ciudad en los años 20
Si alguien quiere saber cuándo empezó el caos vehicular en Lima, debe hacer un viaje en el tiempo y volver a mediados de la década de 1920. Allí encontrará todas las respuestas.
Hacia la mitad de ‘oncenio’ de Augusto B. Leguía (1919-1930), Lima vivía un avance en los aspectos urbanísticos y de infraestructura vial. Se había inaugurado la plaza San Martín, la plaza Jorge Chávez; se abrió el paso a la avenida Progreso (hoy Venezuela) para conectar el Callao con Lima; y también se había abierto al tránsito la avenida Leguía (hoy Arequipa), la avenida Pershing en Jesús María y la avenida Brasil en Breña.
Asimismo, se modernizó la avenida Pardo en Miraflores, y se había abierto al tránsito la avenida Francisco Pizarro en el Rímac. En Lima se renovó el tradicional Paseo Colón. Esa década terminaría con la inauguración en 1928 de la avenida Alfonso Ugarte, con la que se abrían los límites urbanos de la vieja capital.
Pero esta verdadera avalancha de progreso urbano y vial, financiada con préstamos de la banca norteamericana, vino acompañada de un problema, previsto seguramente, pero no dimensionado en su justa complejidad: el problema del tránsito.
Mucho nos preguntamos hoy, ¿cuándo empezó verdaderamente el problema del tránsito en Lima? Pues una fecha certera no existe, pero sí que hay un tiempo aproximado: mediados de esa inolvidable década de 1920. El progreso nunca viene solo. Y más aún en una capital de calles estrechas como era Lima.
EL VERDADERO ROSTRO DE UNA LIMA MODERNA
La prensa de esos años remarcaba que Lima no era una ciudad moderna, al menos no lograba aun serlo. Su trazo urbano, de origen colonial, no lo permitía; pero se hacía todo lo necesario para estar en ese camino de modernización. En ese trance, era evidente que los avances tecnológicos y técnicos iban más rápido que la reacción de las autoridades (como hoy en día, igual). Casi de forma natural e inevitable, la ciudad de Lima se preparaba para darle, sin quererlo, “las mejores comodidades al tráfico”.
Los choferes debían aplicar en su camino un reglamento que aún daba prioridad a los tranvías eléctricos. El asunto se notaba aún más cuando empezaron a proliferar las líneas de transporte de ómnibus. Autos, ómnibus, tranvías a la vez complicaron el panorama. El reglamento, que se fue actualizando, no se cumplía o se cumplía a medias.
Es allí que El Comercio de ese año inició una campaña vial que revelaba el incumplimiento o el cumplimiento irregular de las normas. En su edición del 20 de abril de 1925, el diario señalaba que, a raíz de esa lamentable realidad vial, devenían “los accidentes, las interrupciones del tráfico y la historia de choferes registradas en las crónicas policiales de los diarios”.
Choques, cruces y las eternas discusiones altisonantes y acriolladas entre los pilotos de automóviles o los choferes de tranvías con los conductores de ómnibus, eran el pan de cada día entonces, especialmente en el centro de Lima. Un centro que empezaba a contar con avenidas y calles nuevas, es cierto, pero que tenía pocas pistas nuevas. Las calzadas eran tan estrechas que el peligro era latente en la “hora punta”.
El cronista del diario ponía como ejemplo la avenida La Colmena, una de las arterias céntricas que parecía la más ancha en esos tiempos, sin embargo tenía el ancho de cualquier calle europea. En el Viejo Mundo había avenidas de más de 50 metros de ancho.
Con una pésima o deteriorada pavimentación, especialmente en las calles ubicadas a las afueras del centro, Lima avanzaba de a pocos. Trabajaba en ese asunto, con eficiencia, como lo hizo en la avenida Pardo de Miraflores, la empresa norteamericana The Foundation Company, Sin embargo, en 1925 el tráfico se concentraba en los jirones Lampa y Carabaya (como hasta hoy en día), coincidiendo en ellas el paso de los tranvías y también algunas líneas de ómnibus. Eran las avenidas comerciales más importantes, más allá del jirón De la Unión; pero allí la saturación para una ciudad como Lima era notoria.
El Comercio buscaba que las autoridades mejoraran la reglamentación general del tráfico, y esta beneficiara tanto al público, en primer lugar, como a los transportistas, en segundo lugar. Ya era insoportable para el pequeño parque automotor de mediados de los años 20, ver el espectáculo de esos buses de hierro grandes y viejos, que chirriaban sus tuercas oxidadas públicamente, y que además (otra vez tal como ahora) invadían -a cualquier hora del día- jirones y calles que no les correspondía.
Los “ómnibus de tipo Ford”, por otra parte, eran un peligro, casi casi como las ‘combis’ de la actualidad. Solo basta citar la observación crítica de un informe del diario decano, en abril de 1925, para darnos cuenta que la comparación no es exagerada:
“Aquí la inspección debe ser severísima e inexorable. No es posible, no se puede tolerar que aquellos individuos, que no tienen el menor concepto del respeto a la vida ajena, ya que la de ellos parece no importarles nada, trafiquen por las calles atropellándose, cerrándose el paso, peleándose a los pasajeros y apostando carreras al igual que si circularan por carretera libre”.
Se menciona, en tono irónico, que los que subían a esos ómnibus se persignan antes de hacerlo y las locuras al volante de los atrevidos choferes los hacían saltar en cada bache de las calles mal pavimentadas que iban a “Monserrate, Cinco Esquinas, Maravillas y Plaza Italia”, en los Barrios Altos, en el mismo Cercado de Lima. Pero también pasaba lo mismo con los vehículos de transporte masivo que iban a Magdalena, por la avenida Brasil, o al Callao por la avenida Progreso. Casi siempre andaban en competencia con otros, a punto de volcarse y zarandeándose de un lado a otro, según el peso de la gente que lo abarrotaba.
Lo mismo se planteaba para los camiones de gran tonelaje que atravesaban el centro de la ciudad, deteriorando en corto tiempo las pistas recién pavimentadas por la Foundation Company. El desorden era cotidiano, y no faltaron las cartas de los lectores del diario que eran a la vez oficinistas o trabajadores en el centro; esto es, víctimas del tremendo bullicio.
LIMA, CIUDAD DE LOS RUIDOS
El Comercio procuraba que los lectores denunciaran a estos malos “chauffeurs”; en esa idea los invitaban a la redacción para que dieran los datos necesarios y se les pudiera identificar. Y es que esos malos transportistas debían ser castigados o sancionados por la Inspección de Rodaje, una de esas instituciones de la época que brillaban por su ausencia.
Otro tema que se sumaba a este, era (ya entonces) el del abuso de los cláxones. En un informe del 24 de junio de 1925, se mencionaban a los autos que querían ir más veloces y a los ómnibus que llamaban a punta de claxonazos a sus resignados pasajeros; todo ello sin reposo y a toda hora. Los cláxones eran conocidos en esos años como las “matracas de los autos”, pero eran los vehículos de transporte público los que abusaban de ellos a mansalva.
El diario decía entonces (y podría decir casi lo mismo hoy): “Entendemos que estos aparatos están diseñados para señalar la inminencia de un peligro, llamando la atención de un transeúnte descuidado que corre el riesgo de ser atropellado o evitando la realización de un choque; pero por ningún motivo las bocinas deben servir de réclame ni deben ser objeto de juego, tocándolas a cada rato sin qué ni para qué”.
Era una plaza San Martín aun nueva, reluciente y rebosante de espíritu independiente la que debía soportar tal bullicio de bocinazos en todas sus esquinas, pues de ellas partían los buses a Magdalena y al Callao, y los pasajeros debían subir a esas unidades para volar a sus casas, en el mejor de los casos… y no al cielo.
No obstante, no todo era malo. En favor del reglamento vigente, el diario decano señalaba que este aplicaba multas fuertes, especialmente en el tráfico a las salidas de tres importantes eventos limeños de esos días: en el teatro, en las carreras (hipódromo) y en los toros, a los que habría que sumar los espectáculos de futbol amateur cada vez más populares. Solo allí, las multas funcionaban.