En 1949 el premio Nobel de Literatura no fue entregado a nadie. Se le concedió recién en 1950 al novelista norteamericano William Faulkner (1897-1962). Recreador de nuevas técnicas narrativas, el imaginario faulkneriano fue una especie de memoria de sus propias obsesiones proyectadas en un denso matiz estético, desgarrador y humano. Ese mismo hombre fue quien, un par de años después, llegó a Lima en pleno “Ochenio” Odriísta.
Era la primera vez que viajaba a Sudamérica, con el prestigio del Nobel intacto y un libro bajo el brazo: “Una fábula” (1954), novela que el autor consideró como una de sus obras maestras, como lo fue en su momento “Mientras agonizo” (1930). Era en ese momento el mejor novelista vivo en lengua inglesa, algo por lo que luchó desde los años 20. Aun así, y a pesar de ser un hombre público respetado o quizás por ello, no era un hombre satisfecho consigo mismo. Sus profundas depresiones lo llevarían a un desbordado alcoholismo que lo terminaría de destruir por dentro.
La fama literaria de Faulkner arrancó con la publicación de “El sonido y la furia” (1929), a sus 32 años. Maestro del punto de vista, absorbió los aportes de la vanguardia de los años 20 y dio lo mejor de sí en las décadas de 1930 y 1940. Nadie en literatura volvería a escribir linealmente sin sentirse del pasado. Lo nuevo era la dislocación temporal, la alternancia narrativa y cierta tendencia al barroquismo expresivo.
Así llegaron las grandes novelas de su interminable saga de Yoknapatawpha, el condado al sur de su país, en el Estado de Misisipi, donde vivió su niñez y la mayor parte de su vida: “Mientras agonizo” (1930), “Santuario” (1931), “Luz de agosto” (1932), “¡Absalón, Absalón!” (1936), “Las palmeras salvajes” (1939), entre las más recordadas. La zona sureña norteamericana fue la cuna de sus fijaciones, sueños y pesadillas literarias. Luego de estos libros, Faulkner consiguió fama y estabilidad económica.
La llegada a una Lima moderna
Eran alrededor de las 7 de la mañana del sábado 7 de agosto de 1954, cuando el escritor, de 57 años, aterrizó en tierra peruana. En Corpac fue recibido por el Agregado de Asuntos Públicos de la Embajada de EE.UU., Thomas Griver y otros burócratas de su gobierno en Lima, además de una fauna literaria local que lo admiraba.
El Perú vivía los años finales del “Ochenio” del general Manuel A. Odría (1948-1956). El invierno limeño le cayó al Nobel como si fuera un plomo. Un norteamericano sureño amaba el sol recio y noble de esos territorios, así que el cielo panza de burro de Lima le pareció un extraño suceso en su vida. Luego de un descanso en el Hotel Bolívar, en el Centro de Lima, donde estaba hospedado, el maestro, que no era una estrella del rock and roll ni de Hollywood, fue conducido al Museo de Arqueología y Antropología, en Pueblo Libre.
Faulkner parecía un pez fuera del agua entre restos cerámicos, orfebrerías incas, mapas y maquetas del antiguo hombre peruano; sin embargo, con disciplina sureña escuchó con atención las explicaciones de los especialistas. Con la pipa en una mano y un pañuelo guinda que sacaba y guardaba de una manga, no fue el único museo al que acudió ese día el Nobel de Literatura. Paseó también en el Museo de la Cultura Peruana, en la avenida Alfonso Ugarte; y luego se dio una vueltita por el taller del pintor y maestro indigenista José Sabogal (1888-1956). Tras la agotadora jornada museística, los maduros huesos faulknerianos descansaron un momento en su hotel, para después encaminarse a la residencia de la Embajada norteamericana, cerca del Estadio Nacional, para disfrutar de un suculento almuerzo.
El encuentro con la prensa peruana
A las 4 de la tarde de ese mismo sábado 7 tuvo una cita con la prensa peruana y las agencias noticiosas en el mismo hotel donde era huésped. Ante ese grupo de periodistas, el Nobel fue afable, incluso cortés, siempre con su inseparable pipa y su discreto pañuelo. Faulkner, ya acostumbrado a lidiar con reporteros de su país, sabía cómo eludir preguntas incómodas, y cómo aprovechar y ser tajante e incisivo en lo que él quería destacar.
Los cronistas lo describieron como alguien de estatura baja, de contextura delgada, cabellos grises y un bigote de color oscuro en una expresión adusta y apacible. Él les comentó su deseo de quedarse más tiempo en el Perú, pero su compromiso de inmediato en el Congreso Internacional de Escritores de Sao Paulo, a donde debía viajar al día siguiente, se lo impedían. Reveló también que andaba apurado porque debía volver pronto a Estados Unidos para asistir al matrimonio de una de sus hijas.
A la pregunta de si le gustaba más escribir cuentos que novelas, el maestro norteamericano respondió: “Yo soy un campesino que escribe novelas. Cuido de mi granja y sé muchos oficios: pintar casas, manejar un avión y otras cosas. Me podría ganar la vida de ese modo”. ¿Y de qué escribe entonces?, interrogó un periodista: “De todo lo que venga del corazón y no del cerebro. Hay verdades universales que están cayendo en el olvido: la humildad, el orgullo, el valor, la esperanza, el amor, en los cuales, sí creemos, de veras, consiste la vida”.
Llegó a contar a “El Comercio” de su familia sureña, acaudalados agricultores que lo perdieron casi todo tras la Guerra de Secesión (1861-1865) y cómo lo marcaron las terribles historias y los testimonios de los esclavos negros que conoció. Asimismo, dio detalles de su intervención en la Primera Guerra Mundial como piloto de la Fuerza Aérea Inglesa. De pronto, Faulkner encendió su pipa y cayó en un profundo silencio. La conferencia de prensa había acabado. De inmediato, las autoridades invitaron a todos a un cóctel en el hall de propio Bolívar.
Los jóvenes lo admiraban
La literatura de Faulkner no era bien entendida por la cultura tradicional latinoamericana de esos años 50. Los que lo reivindicaban como un maestro del lenguaje eran los jóvenes, quienes lo consideraban una autoridad literaria, un narrador-artista de gran importancia. Algunos de sus relatos cortos habían sido traducidos en el Perú por el joven narrador Carlos Eduardo Zavaleta.
Ciertamente, William Faulkner pertenecía a un mundo distinto. A un mundo de grandes figuras literarias como Andre Gide, Thomas S. Eliot, Francois Mauriac y Pär Lagerkvist. No fue un escritor experimental aunque experimentó mucho con el lenguaje narrativo; era un creador literario capaz de valorar la literatura por el sentido humano y solidario que esta podía construir para el lector.
De esta forma, Lima sintió de una manera vaga esa fuerza arrolladora que por unas horas deambuló por sus calles. Era ese mismo Faulkner que, años antes, en su discurso de entrega del Nobel había dicho: “Creo que el hombre no solo debe perdurar, sino prevalecer. Es inmortal, no porque entre todas las criaturas tiene una voz inextinguible, sino porque tiene alma, un espíritu capaz del sacrificio y la compasión, así como la perseverancia. El deber del poeta y del escritor es precisamente escribir sobre esas cosas”.
Fueron apenas 24 horas entre nosotros. Un día para disfrutarlo de cerca. William Faulkner, ese genio literario de riqueza expresiva implacable, recibiría al año siguiente, en 1955, el Premio Pulitzer por su última novela (“Una fábula”), y ocho años después de esa histórica visita al Perú dejaría esta vida que, en muchos sentidos, lo horrorizaba. Falleció el 6 de julio de 1962, en su casa de siempre, bajo el sol eterno de Misisipi.