Por qué el metal no debe ser un gueto
En las últimas semanas he estado yendo a numerosos conciertos de bandas de heavy, thrash y black nacionales y extranjeras y eso me pone en contacto estrecho con la cultura viva del metal, es decir, con sus participantes y actores sociales esenciales músicos, organizadores de eventos, fanzines, sellos, etc. Esta comunión con estas personas, muchas de las cuales conozco desde la adolescencia me hace sentir al metal como una unidad con sus propias diversidades, pero claramente diferenciada del resto del conglomerado social en el que inevitablemente existimos. De hecho, en los conciertos de metal, sobre todo en los del metal underground (pero no solo en ellos), se percibe claramente un “nosotros”, los metaleros, los que realmente participamos de esta cultura, diferente de un “ellos” los demás que formarían parta del espacio “normal” extrametálico.
Esta poderosa sensación de pertenencia, que según todos los indicios antropológicos, psicológicos y sociales es esencial para la estructura de la mente de una persona, genera en la mayoría el deseo peligroso de la homogeneidad hecha a imagen y semejanza de las propias preferencias, el rechazo de lo diferente, e incluso el dogmatismo sectario de corto alcance. Digamos en simple, queremos que el metal tenga la forma y límite de lo que nos gusta, y que excluya lo que nos disgusta, desagrada e incluso incomoda. De ahí que muchas veces tratemos de ser excluyentes con quienes percibimos ajenos a nuestro movimiento o que pertenecen a él de una forma que juzgamos superficial o no suficientemente comprometida (con todas las contradicciones que eso suele implicar).
Este tema tiene varias aristas pero en este texto deseo desarrollar solo una: la de la relación entre la comunidad headbanger nacional y el resto de la población con respecto de los eventos y difusión de los géneros del metal. Tradicionalmente la comunidad headbanger espera que quienes asistan a nuestros conciertos, oigan los discos o lean los fanzines sean metaleros “de pura cepa” es decir true headbangers. Y esto muchas veces genera el recelo de que personas ajenas al movimiento tengan acceso a nuestras diversas manifestaciones. El temor es de que no lo entiendan, lo vulgaricen o lo malinterpreten. Creo yo que también el temor es que personas de buena y excelente preparación académica también se aproximen lo juzguen y lo comparen con otras manifestaciones culturales y lo encuentren deficiente en varios aspectos, algo que por supuesto constituiría una herida narcisista difícil de superar. Por eso existe la grave tentación de cerrar el metal al mundo, de volverlo una especie de isla incontaminada, plena de las virtudes estéticas del metal que no está abierta a cualquier mortal.
El problema es que esto es siempre una ilusión. Gustándonos o no, entendiéndolo o no, el metal en toda su variedad forma parte del mundo, está situado en la realidad y de ella no puede (ni debe) escapar. En nuestro caso, el metal forma parte de la realidad social, lingüística y cultural del Perú, es parte de su historia (de su historia reciente, pero es parte de todas maneras) y frente a ella simplemente no puede sustraerse. Vale decir finalmente Mortem, Hadez, Armagedón, Cobra o Psicorragia forman parte de la tradición musical del Perú. Por ende son parte de la herencia cultural de todos los peruanos, nos guste eso a los metaleros o no. Y desde ese punto de visto el intento de convertir al metal en un gueto cultural está no solo condenado al fracaso, sino que como objetivo es simplemente indeseable y espurio.
Esto importa en la medida en la que debemos percibir que las personas que toman contacto con el metal lo hacen con diferentes intenciones y en diferente grado. Por un lado está el metalero, el headbanger (me abstendré del calificativo “true” que analizaré en otra ocasión) que vive dentro de la cultura metal, que oye principalmente metal, que frecuenta los conciertos, que anda al día, al menos de sus bandas preferidas y cuya mejor expresión es el que sigue investigando y explorando nuevas escenas, bandas y publicaciones. Este es por supuesto el público objetivo ideal de toda producción metálica en sus diversos matices.
Pero todo no se agota en ese sector. ¿Qué pasa con la persona culta y curiosa que desea conocer las expresiones que se practican y viven en su medio social? ¿Qué pasa con el joven que no siendo ni queriendo ser metalero pero deseoso de acercarse a una corriente viva y talentosa desea conocerla, admirarla, estudiarla incluso, o relacionarla con el panorama más general del resto de la sociedad? ¿Acaso debemos cerrar el metal a esa persona? Creo que no. Que toda persona que legítimamente quiera conocer el metal y admirar lo que de bueno pueda encontrar en él (que puede ser mucho) debe ser alentada de conocerlo. Y que incluso se debe fomentar la participación de ese público en nuestros conciertos, tan alicaídos de asistentes muchas veces, en la adquisición del material de las bandas, y la lectura de los fanzines y magazines que de hecho muestran cierta imagen del país y del mundo.
¿Y qué pasa con la relación del metal hacia el resto de su sociedad? Creo que los actores del metal no deben quedarse callados en la dinámica cultural a la que inevitablemente pertenecen. Es decir, nada de malo le haría al metal estar al día en el quehacer cultural peruano (y mundial), en cuanto a artes plásticas, teatro, literatura y las demás expresiones: formar parte del diálogo de la cultura peruana y mundial. Tenemos una voz. Hablemos con el resto. Dicho sea de paso, es algo que todas maneras hacemos, en las temáticas y conceptos que desarrollan los trabajos de metal nacional. No se trata de dejar de ser metaleros o de que el metal sea absorbido por el resto de la cultura hasta desaparecer o ser neutralizado sino que siendo metal pueda, como actor cultural e identitario, participar de la sociedad nacional. No olvidemos que a estas alturas el metal forma de la diversidad cultural de nuestro país y eso conlleva también responsabilidades que no deberíamos pasar por alto.