Cuando Pablo Neruda ganó el Nobel
La noticia circuló por el mundo desde el 21 de octubre de 1971. Hace 40 años. Pablo Neruda había sido consagrado con el Premio Nobel de Literatura. En esa ocasión, la Academia Sueca lo consideró “el poeta de la humanidad violentada”. Semanas después viajó a Estocolmo para recibir el premio en la fecha tradicional, el 10 de diciembre. Esa noche, el chileno universal casi recitó sus palabras, y dejó en claro que la poesía lo era todo. Dos años después moriría en su tierra natal. Pero su discurso fue uno de los mejores que se haya escuchado en ese recinto.
Neruda contó días después de su famoso discurso que el rey de Suecia había prolongado su saludo personal por interminables segundos, antes de darle el diploma, la medalla y el cheque por 450 mil coronas, unos 90 mil dólares. La justificación oficial de los académicos nórdicos para concederle el premio fue que su poesía era como “la acción de una fuerza elemental que alumbra el destino y los sueños de un continente”.
Su discurso fue de dimensiones poéticas. No se esperaba menos de una sensibilidad telúrica e imaginaria como la suya. El poeta evocó sus pasos por los Andes sureños, en la frontera chileno-argentina, también relató su trayecto por los hermosos parajes del sur de su país, que en su memoria se enriquecieron paradisiacamente convirtiendo sus pasos en una verdadera aventura.
Pero a la vez, Neruda aprovechó ese momento irrepetible para hablar de su relación personal con la literatura. “Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría”, dijo entonces.
Esa noche mágica, el poeta chileno no se calló nada. Expuso su forma de pensar, su ideología, compartió con los académicos sus experiencias vitales, sus sueños. Nunca dejó de ser honesto. Mencionó que los enemigos de la poesía no estaban entre quienes la profesaban o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta.
“De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras”, sentenció.
En un instante supremo de conceptos e ideas, dijo: “El poeta no es un pequeño dios. No, no es un pequeño dios. No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios”. De esta manera, reivindicó al hombre de a pie, al panadero, al artesano, al obrero que deja una obra, no como la del poeta, pero igual en valor humano y social.
La voz del poeta, sin embargo, es la que más se necesita en un continente sediento de justicia, diría Neruda. “Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día”.
Citó, casi al final, a un precoz poeta francés para señalar su propio camino en el mundo real de las vivencias y de las palabras. Dijo: “Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)”
Era, sin duda, Arthur Rimbaud, en cuya profecía creía el creador chileno. Neruda era un poeta que desde las entrañas de la tierra surgió a la más alta cima, aquella que esa noche lo laureaba, para bien de la humanidad.
(Carlos Batalla)
Fotos: Archivo Histórico El Comercio