"¿Se lo darán a Manuel Neuer?", por Jerónimo Pimentel
"¿Se lo darán a Manuel Neuer?", por Jerónimo Pimentel
Redacción EC

Desde que la rivalidad entre y acaparó la discusión futbolística, cada fin de año se retoma el debate de quién es el mejor del mundo, o lo que es lo mismo, a quién se le debe entregar el Balón de Oro, el galardón que la revista “France Football” unificó con la FIFA en el 2010. Dos años antes lo ganó el portugués con el Manchester United, a lo que siguieron cuatro triunfos consecutivos del argentino, apoyado en el extraordinario momento del Barza; finalmente, el 2013 recuperó el trono ‘CR7’ gracias a sus logros con el Madrid.

Detrás de esta elección se esconde un problema bizantino, de resolución improbable, como la mayoría de paradojas que otorgan majestad al fútbol: ¿cómo evaluar el desempeño individual en un deporte colectivo?  La prensa anglosajona, obsesionada con la cuantificación del juego como una consecuencia del paradigma ‘Moneyball’, opta por convertir en estadística todo aquello que se pueda medir. Hay algunas variables obvias y útiles para la apreciación, como cuántos kilómetros recorre un jugador por partido y, por supuesto, cuántos goles se convierten. También hay otra data que demanda una lectura menos superficial, como el porcentaje de pases acertados por partido (¿pero todos los pases valen igual? Recuérdese la broma de Héctor Enrique sobre la asistencia a Maradona en 1986) o los duelos aéreos ganados (¿es lo mismo primar en el área o el área rival que en cualquier otro lugar del campo?). Finalmente, se abre paso a lo inconmensurable: la ascendencia de un jugador en el campo, el poder de un regate que desestabiliza una línea defensiva perfecta, el miedo que infunde un crack cuando encara a un lateral que ya ha sido rebasado durante todo el primer tiempo o el efecto desestabilizador que ocasiona pisar el balón en medio del vértigo de un ataque para crear el tiempo y espacio suficientes para que lo previsible torne insólito.

Es en este último estanco donde reposa la esencia del fútbol, o el arte de ver fútbol, porque de otra forma el Balón de Oro lo daría una calculadora y no sería necesaria la opinión de la élite: directores técnicos, capitanes y periodistas. No se trata, entonces, de fijar un mero conteo de títulos o marcas, como quisieran los adeptos de Messi (goleador histórico de la Liga y Europa) o los hinchas de Cristiano (campeón y pichichi en Champions, Bota de Oro y máximo anotador en España). Es necesaria la valoración, pues esta pondera la circunstancia. Y resulta que el año 2014 tuvo un evento crucial… Michel Platini ha causado gran revuelo al sostener que el Balón de Oro debe ir a manos de un alemán, en vista que ellos son los campeones del mundo. Tiene toda lógica. No hay evento deportivo, no solo futbolístico, que compita en expectativa y relevancia; y es justo en este rubro donde las carreras de ambos genios son deficitarias: ninguno ha ganado nada con sus selecciones adultas. Messi fue galardonado en Brasil, pero el reconocimiento, como toda premiación inmerecida, arrojó más dudas que gloria sobre el 10. Ronaldo ni siquiera pudo comandar a los lusos más allá de la etapa de grupos. Alemania, en cambio, logró reinventar su fútbol, sostener un proyecto de cambio identitario por una década y levantarse campeón por cuarta vez.

¿Pero cuál de los germanos singulariza el triunfo? Aunque la pregunta nos devuelve al primer reparo, hay cierto consenso en que dos son los que disputan la candidatura: Manuel Neuer, quien además de ser un gran atajador y dominar todas las funciones del puesto, ha redefinido la posición táctica y ha recuperado la idea del arquero-líbero. Thomas Müller, por su parte, es el goleador del equipo y posee una virtud que solo se ve en los más grandes: aumenta su rendimiento de acuerdo al tamaño de la vitrina. Junto a Cubillas y Klose, es uno de los tres únicos jugadores en la historia que convirtió 5 goles en dos mundiales distintos. Cuando el lector tenga en sus manos este suplemento la FIFA ya habrá anunciado a los tres finalistas. El aficionado tendrá su opinión y no se dejará convencer ni por las objeciones del columnista, ni por las campañas mediáticas de la prensa, ni por las nominaciones oficiales. Uno cree en lo que ve y cada aficionado observa distinto. Es en esta identificación, en esa materia inefable, en esta resistencia a la argumentación racional, donde reside la primacía del gusto, un criterio, válido como cualquier otro, que se nutre de fragmentos y sensaciones: eso que uno creyó ver en determinado desplazamiento, una cierta gracia al momento de driblear o ejecutar un lanzamiento, o la solución cinésica que la estrella dio a un problema espacial, digamos, una gran cobertura defensiva. ¿Quién puede rebatir el calor de esas verdades subjetivas? ¡Nadie! Muerte a la objetividad. Qué viva el disenso.

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