Mario Fernández

Pertenecía a otro tiempo, a otra etapa, a una época de fútbol feliz donde el juego descansaba en el número 10 y donde todo el equipo se sometía a ese otro técnico dentro de la cancha que era el enganche. debutó en los años 90, pero era, en el fondo, un talento de perfil amateur digno de los 70, que trató de encajar (sin éxito) en los tiempos ultraprofesionales.

Pasó por más de 12 equipos, pero en ninguno destacó más que en su . Él era el Callao o, en todo caso, era la identidad del Callao jugando al fútbol. Era la rebeldía del autosuficiente capaz de ganar el partido en una ráfaga de inspiración. También era, claro que sí, la pregunta eterna de dónde estaría si en vez de tantas broncas chalacas le hubiera dedicado horas reales a adaptarse a la disciplina de su época. Sobre Kukín pesa el mito futbolero de “si se hubiera cuidado, habría jugado en el Real Madrid...” Es la misma fábula local que jura que si le metían rigor a su talento, Waldir habría ido al Barza, Cordero al Bayern y Manco nunca habría salido del PSV. Todo eso es, por supuesto, incomprobable. Es muy nuestro aferrarnos a estas novelas urbanas para justificar presentes bajos. Y es más peruano aún ver jugadores legendarios donde solo hay simples peloteros quimbosos. Lo real con Kukin es que fue un astro de niño en los torneos del Cantolao, que de grande perdió dinámica y solo conservó intacta la pegada, además de una estampa definitiva que a los románticos recordaba a Cubillas, pero zurdo.

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Claro que no lo era. Fuera de esa vida disipada que nunca corrigió debido a sus adicciones y su entorno complejo, era de esos armadores que solo jugaban cuando tenían la pelota y que solo brillaban cuando el rival los dejaba en libertad para conducir al equipo. Si lo apretaban, podía diluirse, si lo marcaban pegado, podía exasperarse y si lo fauleaban, podría devolver una expulsión.

En sus reglas morales, era enganche o nada. Jamás dejó que lo virasen a mediocentro mixto, moda a la que sí cedieron Cruzado, Cachito y uno de pegada tan notable como la suya: Lobatón. Kukín era demasiado tozudo para cambiar un estilo que pertenecía, repito, a otro tiempo, a otro fútbol. Gozó de chances afuera, y también en la U y Alianza, pero solo en el Boys, a veces tan amateur como él, aceptaban sus maneras y defendían su idea de que el 10 sea el dueño de todo. Partidos buenos tuvo varios, pero no decenas como la leyenda dice. De hecho, su gol en el Atanasio Girardot de Medellín en la Libertadores de 1992 fue el único pico internacional que lo tuvo de verdadero protagonista con camiseta peruana. Fuera de eso, y aun cuando soy gran fan de su pegada, lo recuerdo más jugador de jugadas que de partidos. De goles olímpicos antes que de tardes redondas. Una vez en el Lolo, ante Cienciano, recostado en la esquina del corner le dijo al fotógrafo de El Comercio, “la voy a meter desde acá”. Y la metió. El Kukín lanzador, ese especialmente, fue un jugador sublime. Lástima grande: tanta belleza para tan poco.