Moacir Barbosa murió por primera vez a los 29 años. Aquel 16 de junio, mordió el polvo rumbo al balón y se puso de pie con un gesto de triunfo. Pensó, por una fracción de segundo, que el balón había salido. Que había sido el héroe de un partido que lo necesitaba. Entonces el silencio del Maracaná lo golpeó como un mazo.
Al día siguiente del Maracanazo, el fantasma de Moacir Barbosa se sentó en un tren, abrió el diario y leyó la crónica del desastre y oyó a dos tipos diciendo que lo agarrarían a golpes si se cruzaban con él. Varios años después del encuentro, una mujer señala al espectro y le dice a su bebe: "Este hombre hizo llorar a todo Brasil".
Todos lo reconocían por eso. "En Brasil, la mayor pena que establece la ley por matar a alguien es de 30 años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí", dijo el arquero del desastre en los 90. Hubo 200 mil testigos del crimen en un día en que Alcides Ghiggia lo sepultó.
Desde entonces su vida (o lo que quedaba de ella) fue la de recordar año a año lo que ocurrió aquella tarde: "Fue la única manera en que conseguí entrar en la historia. Incluso después de que muera, la gente me culpará a mí". Aunque tuviera actuaciones memorables. En una de ellas Moacir Barbosa salvó la tarde para el Campo Grande Atlético Clube, un club ínfimo que jugaba ante 400 personas que lo despidieron entre aplausos cuando se retiró del campo a causa de un desgarro. Y nunca más volvió.
Trece años después del Maracanazo, Moacir Barbosa es víctima de una brutal justicia poética: trabaja haciendo el mantenimiento de las piscinas en el estadio donde acabó su vida. Todos los días caminaba hacia lo que los brasileños adoloridos en el alma llamaban "la porteria de Ghiggia", el lugar donde había muerto, y miraba el lugar donde había anidado el balón. Entonces el destino estaba haciendo su trabajo.
Cuando decidieron cambiar los arcos del estadio, Moacir hizo un pedido para redimirse. Cuenta Ezequiel Fernández Moores que en el número 56 de la calle Joao Romariz, en la zona norte de Río, hay humo. Moacir y su esposa Clotilde están haciendo algo para acabar con la muerte: el ex arquero que trabajaba en el Maracaná ha solicitado que le obsequien la portería donde murió y los está quemando para purificarse con el fuego.
Muchos años después, Moacir Barbosa fue devuelto a la vida. Para 1991 vivía con Clotilde en Praia Grande, una ciudad paulista a las orillas del Atlántico donde se había acostumbrado a responder con resignación a quienes lo señalaban.
"¿Usted es Barbosa?", le dijo un joven al anciano que descansaba en una silla en la playa. Él solo respondió con una sonrisa. "Maestro, usted nos hizo ganar un título".
Moacir Barbosa recordó entonces que había sido uno de los mejores arqueros del mundo en su tiempo. Que en 1948 fue parte de ese equipo del Vasco da Gama que logró el Campeonato Sudamericano de Campeones, uno de los torneos que fue precursor de la Copa Libertadores. Ahí nació la amistad.
Desde entonces Tereza Borba, la esposa de aquel hombre, se convirtió en su hija adoptiva. Ellos llevaron al viejo Moacir a vivir a su casa luego de que Clotilde muriera de cáncer en 1997. Y ella ha sido quien, luego de que el corazón del ex portero dejó de latir en el año 2000, ha querido limpiarlo de culpa.
Ella dice que Moacir era un tipo alegre. Que no tenía ya pesar sobre la derrota. Que uno de sus dichos era que la única cruz que carga es la cruz de Malta, y que lo repetía al tiempo que tocaba una medalla en su pecho. Hoy, luego del 7-1, Tereza siente que todo acabó: "Creo que con esto lava su alma. Con esto mi padre se está quitando el peso de aquella culpa".