David Tuesta Cárdenas

La escalada de crimen en el Perú ha alcanzado niveles alarmantes, convirtiendo a las calles en una suerte de territorio sin ley. Nunca mejor dicho que es “la ley de la calle” la que manda. Millones de peruanos ven sus vecindarios tomados por bandas y mafias mientras la autoridad parece perder terreno. En lugar de responder con medidas contundentes, la reacción del gobierno se ha columpiado entre la minimización de la gravedad del problema (“son percepciones”) o en declaratorias de Estado de Emergencia, a diestra y siniestra, que sólo deja la sensación de que no hay ningún plan que nos libre del estado delincuencial en que vivimos.

Para ilustrar el estado actual, basta con observar las cifras de criminalidad que recoge el Consejo Privado de Competitividad, que refleja un incremento sostenido y grave en delitos de toda índole. Entre 2022 y 2024, la tasa de delincuencia en el Perú ha crecido un 21%, superando incluso los niveles previos a la pandemia. La cifra resulta preocupante al observar los aumentos en delitos específicos: el robo a negocios se ha disparado en un 225%, mientras que los casos de secuestro y extorsión han aumentado un 50%, representando un incremento total de 195,371 y 21,708 víctimas, respectivamente.

Los homicidios también reflejan una tendencia alarmante. A septiembre de 2024, el número de defunciones por homicidio ha superado en un 40% a los registrados el año pasado, alcanzando cifras sin precedentes en los últimos cinco años. En el mismo periodo, las denuncias por robos crecieron un 44% y las de secuestro y extorsión un 37%, con la macrorregión Norte liderando este oscuro crecimiento con un alza del 93%. La situación en Lima Metropolitana y Callao tampoco mejora, con un incremento de denuncias en un 3% respecto a 2022. Comparado con los niveles prepandemia, los casos de secuestro y extorsión a nivel nacional han crecido un impactante 325%, lo que revela un país que enfrenta una amenaza sin precedentes.

Si bien el presupuesto destinado al orden interno se ha incrementado en un 9% entre 2019 y 2024, no ha sido suficiente para controlar la ola delictiva. A pesar de que en Lima y Callao se cuenta con el presupuesto per cápita más alto para seguridad, la delincuencia ha seguido en aumento. Esto evidencia que el problema no radica solo en el dinero, sino en la efectividad y distribución de estos recursos. La situación es más dramática en regiones con menores asignaciones presupuestarias, como Ayacucho y Cajamarca, donde la inseguridad sigue creciendo ante una escasa intervención estatal.

El impacto económico de esta ola de criminalidad es tan severo como el social. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la extorsión y el cobro de cupos representan un costo del 2.8% del PIB nacional, equivalente a unos S/. 30 mil millones al año. Esta carga no solo recae en los empresarios y comerciantes, sino que también frena el crecimiento económico y ahuyenta la inversión. El Fondo Monetario Internacional respalda esta conclusión, señalando que la violencia en América Latina reduce el crecimiento económico. En el caso del Perú, el Consejo Privado de Competitividad resalta que el aumento en la tasa de criminalidad está negativamente correlacionado con el crecimiento del Valor Agregado Bruto (VAB), afectando directamente la economía regional en las zonas más golpeadas por el crimen.

Una mejora sustancial en las condiciones económicas que brinde mayores oportunidades de empleo y salarios a los peruanos, y promueva mayores recursos económicos para desarrollar un mejor sistema de seguridad interna, sin duda será clave para el combate a la delincuencia a largo plazo. ¿Pero qué podemos hacer ahora? ¿Cómo asegurar que esos mayores recursos que se están dirigiendo al orden interno sean mejor utilizados? ¿Cómo desarrollar una estrategia que sincronice de manera efectiva la labor de las fuerzas policiales, jueces y fiscales? La inacción, la falta de estrategia y la respuesta tardía han dejado el terreno libre para que los delincuentes impongan su ley. Ante esta crisis de seguridad, se necesita un liderazgo decidido que asuma el compromiso de enfrentar el problema con un plan integral, que a vista de todos, es evidente que hoy no existe.