Los avatares políticos en los últimos años han cambiado las prioridades del debate nacional, y la coyuntura nos hace perder de vista el futuro del país. Ese futuro se construye (o se destruye) hoy. Si aspiramos a un progreso social y a una mejora en el bienestar ciudadano, debe prestarse necesariamente atención a dos elementos claves de la economía: la preservación de la estabilidad y la creación del entorno necesario para aumentar nuestra competitividad. Repasemos cómo estamos en ambos objetivos.
Durante los últimos treinta años, el país pudo progresivamente fortalecer la institucionalidad de los tres pilares de la estabilidad: el Banco Central de Reserva, con el control de la inflación; la Superintendencia de Banca, Seguros y Pensiones, con una efectiva supervisión y regulación financiera; y el Ministerio de Economía y Finanzas, con una política fiscal prudente. Parte del éxito se explica por el compromiso con referencias internacionalmente aceptadas: las metas de inflación, los preceptos de Basilea y las reglas fiscales, respectivamente.
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La pandemia fue una dura prueba para la estabilidad macro de la que salimos golpeados, pero airosos. Después nos enfrentamos a otra amenaza, la intención de cambiar elementos claves de la Constitución, que son los que precisamente han sostenido esa estabilidad. Se pretendería aumentar funciones adicionales a un Estado que, paradójicamente, ha fracasado en la provisión de servicios básicos de calidad para sus ciudadanos. En otras palabras, el modelo subyacente a la Constitución es el que ha generado los recursos que el Estado no ha sabido gastar eficientemente, por lo que resulta obvio dónde está el problema.
Esa amenaza parece contenida, pero subyace alternativamente mediante políticas erráticas y equivocadas que socavan lentamente las fortalezas que el país supo construir. En particular, preocupa el área fiscal toda vez que enfrentamos riesgos no menores que, de materializarse, pondrían al país en una situación no vista en las últimas décadas.
Pero la estabilidad no basta; con ella en cierta forma garantizamos que no vamos a retroceder, pero no aseguramos que vamos a avanzar. Si aspiramos a ser un país desarrollado en dos o tres décadas, es urgente que desde ahora compartamos una visión que nos acompañe indistintamente de los cambios de gobierno. Y esa visión debe contemplar esfuerzos sostenidos por aumentar la competitividad de nuestra economía.
El país tiene una Política Nacional de Competitividad y Productividad, aprobada a fines del 2018 después de haber sido prepublicada para obtener comentarios de todos los actores posibles. Esa política fue, a la vez, un intento por definir una hoja de ruta de un gobierno “nuevo” y decantó en un plan que fue aprobado mediante decreto supremo en julio del 2019. Ese plan, aún vigente, contiene nueve objetivos, 84 medidas y 434 hitos específicos en áreas tan diversas como la infraestructura, el capital humano, el mercado laboral, la innovación, el ambiente y la institucionalidad, por mencionar algunas.
Ese esfuerzo fue solo un primer paso. Las medidas incluidas en el plan fueron las consensuadas después de más de 200 reuniones en las que participaron actores del sector público, privado, representantes de los trabajadores y la academia. La idea era que, después de aprobado el plan, esas reuniones debían continuar en el seno del Consejo Nacional de Competitividad y Formalización (CNCF) para seguir consensuando medidas adicionales cada semestre, incluyendo políticas sectoriales que pudieran surgir desde las mesas ejecutivas que se dirigen desde el MEF. Parecía una manera sencilla y efectiva de ir construyendo participativamente ese futuro que queremos, al menos desde el punto de vista de la economía.
Es frustrante observar que todo ese esfuerzo ha pasado a un segundo plano, y que el plan solo se menciona cuando se intenta justificar las proyecciones de un crecimiento económico cada vez más elusivo. El CNCF no se reúne desde el 2019 y el plan muestra un magro avance que bordea el 40%, con numerosos hitos que no muestran avance alguno. El seguimiento lo pueden encontrar en el aplicativo Ayni, disponible en la página web del CNCF.
Una de las medidas que incluye el referido documento y que generó mucha expectativa fue el primer Plan Nacional de Infraestructura para la Competitividad que se hizo en el país, hito aprobado también en julio del 2019. El resultado de su implementación a la fecha es decepcionante y hasta ahora no se ha creado la institucionalidad de soporte que estaba prevista.
Otra de las medidas sin avance del plan, que generaría ganancias importantes de competitividad y puede “mover la aguja” del crecimiento, es la creación de zonas económicas especiales, empleadas con éxito en muchos países (Costa Rica es uno de los mejores ejemplos cercanos, y Colombia está siguiendo sus pasos), que permitirían insertar al Perú en las cadenas globales de producción.
Bajo un régimen tributario especial temporal al que accederían empresas con criterios mínimos de inversión y empleo, y con una gestión privada, podríamos producir bienes de alta tecnología, tomando en cuenta que la mayoría de empresas transnacionales producen sus partes y brindan servicios simultáneamente desde decenas de países. Para ello, el Perú ofrece una posición geográfica envidiable y avanza con una infraestructura portuaria que será de clase mundial. Medidas de este calibre, que en este caso particular debe ser consensuada con el Congreso, son las que verdaderamente impulsarían el crecimiento del país de manera sostenible. Manos a la obra.