(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

Las son reglas. Todas las sociedades las tienen, tanto a nivel formal (leyes) como informal (costumbres y tradiciones). La diferencia entre los países con una fuerte o débil, sin embargo, es que en los primeros dichas reglas son razonables, consistentes (aplican por igual dado el mismo contexto) y respetadas. Es débil, en cambio, cuando las reglas son insensatas, selectivas o ignoradas. Si esto último resulta familiar es porque en el Perú la mayoría de reglas encaja en una o más de dichas categorías. 

Hace mucho tiempo se reconoció que los países con instituciones más sólidas tienden a ser más ricos, mientras que aquellos con instituciones más débiles tienden a ser pobres. La observación es obvia, pero la conexión no lo es tanto: ¿Los países ricos lo son gracias a su institucionalidad o es que acaso su riqueza les permite crear instituciones fuertes? En los años 80 y 90, un gran número de economistas profesaba lo segundo —de hecho, la idea de que mayor prosperidad generaría modernidad política fue uno de los pilares del Consenso de Washington—. 



En el Perú, la visión de que el crecimiento traería consigo institucionalidad casi de forma automática ha sido la mentalidad dominante entre los economistas durante buena parte de las últimas tres décadas. Gran parte del cambio reciente en la atención que se le presta a variables institucionales refleja el hecho de que el modelo de crecimiento que el Perú aplicó de manera exitosa a partir de 1990 —estabilidad macroeconómica, mercados de bienes razonablemente competitivos, actividad minera a gran escala— ha empezado a encontrar sus límites.  

No obstante, aunque a los economistas nos encanta pontificar sobre institucionalidad (me incluyo), nuestra profesión muchas veces hace un pobre trabajo en entrenarnos para hablar al respecto. La razón de esta carencia no es que no reconozcamos su importancia (todo lo contrario), sino que la vemos a través de un lente muy estrecho. Lejos de entender las instituciones como reglas que gobiernan una sociedad, el sesgo de la disciplina las confunde con simples engranajes que permiten el funcionamiento del mercado. De esta forma, para más de un analista, la justicia se reduce a la seguridad jurídica de inversiones; gobernabilidad es equiparada con ausencia de ‘ruido’ y el orden es confundido con la ‘mano dura’ frente a la protesta. 

El mejor ejemplo de la miopía economicista es que la mayor batalla institucional viene teniendo lugar delante de sus narices, y son las investigaciones por el Caso Lava Jato. No existe fenómeno más antiinstitucional que la corrupción generalizada: crea reglas absurdas para generar rentas, las aplica de forma selectiva o simplemente ignora la ley por completo. Como todo proceso, la lucha anticorrupción emprendida en ciertos rincones del Ministerio Público y el Poder Judicial ha tenido sus propios altibajos, pero el balance es ampliamente positivo.

El Perú todavía tiene por delante un largo y difícil camino para construir las instituciones que sus ciudadanos reclaman. Y aunque no queda claro cuál será el resultado de esta campaña, lo que sí es evidente es que esta es la mejor oportunidad que hemos tenido en 30 años. Ojalá no la desperdiciemos.