(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
David Tuesta

Se acaban de cumplir 150 años del nacimiento de Marcel Proust, autor de una de las mayores genialidades de la literatura escrita a inicios del siglo pasado, y que inspira el título de este artículo. Uno de los fragmentos más interesantes, que aparece en la primera parte de las siete que tiene la obra, es la escena en el que la textura de un bizcocho remojado en una taza de té transporta en el tiempo al narrador de la novela a recuerdos que se encontraban olvidados.

Hoy, al Perú le cuesta encontrar ese mecanismo evocador que le permita ilusionarse otra vez con la senda ascendente en prosperidad que el Perú experimentaba hasta hace una década atrás. Parece que lo hemos borrado de nuestra memoria.

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Este bienestar se veía reflejado en un fuerte incremento de la que llegó a aportar casi dos puntos de crecimiento del PBI hasta antes del 2010, así como en la consolidación de una tendencia en la disminución de la tasa de y desigualdad, que luego siguió estirándose en los años siguientes. Detrás de ello se observó una consolidación de las instituciones monetaria y fiscal y una mayor profundización de los pilares de la economía de mercado y apertura comercial. Fueron años también de mayor estabilidad política.

Como se sabe, la dificultad de impulsar reformas a partir del 2011 impidió combatir muchas de nuestras inconsistencias. Con una tendencia decreciente de la productividad, que llegó a hacerse negativa ya antes de la pandemia, se fue también asentando un contexto de mayores contradicciones políticas y sociales que se retroalimentaban entre ellas, como consecuencia en gran parte de la inefectividad del Estado para atender derechos fundamentales de una mayoría de ciudadanos que no recibían servicios decentes de educación, salud y seguridad, entre otros, respecto a otros segmentos de la población con mejores condiciones socio-económicas; situación que terminó ahondándose con la llegada del Covid-19.

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A diferencia del título de la novela de Proust, parece que el país no camina hoy “en busca del tiempo perdido” sino “en busca de perder el tiempo”. Nuestros políticos se han encargado hasta lo imposible por hacer del país un desgobierno. Con todos los presidentes electos de este siglo acusados o investigados por corrupción, y con un país que ha tenido cuatro presidentes ejerciendo el mando en los últimos cinco años, hemos ido avanzando peligrosamente hacia el despeñadero. Y en este escenario de ingobernabilidad, ha surgido de manera grotesca una camada de congresistas que han adquirido un grado de involución insospechada, demostrando desde inicios del 2020 una desmesura por hacer lo que les viene en gana, faltando el respeto a toda autoridad que se le ponga en frente, y menospreciando toda opinión técnica de cualesquiera organismos del Estado. Nada peor que la soberbia de la ignorancia que cree ser sabia.

Y sumado a todos los males previos, el país ha terminado en un proceso electoral desastroso, que nos llevó a una segunda vuelta surrealista, donde asoma un potencial gobierno (a cargo de oficializarse) que promete una Asamblea Constituyente como la solución a todos nuestros problemas. Una vía peligrosa que pondrá, sin duda, a las decisiones de inversión en un largo suspenso, mientras se decide cuales serán las nuevas reglas de juego.

De hecho, como también se ha observado, los mercados están en posición de extrema alerta. Muchos de lo que pueden, han ido moviendo sus capitales a otras geografías que les brinda mayor tranquilidad de lo que se puede convertir el Perú. ¿Reacción exagerada? No lo sé. Pero, sin duda, la promesa reiterada de una Asamblea Constituyente no ayuda a calmar los ánimos. De hecho, hoy la mayoría de las grandes decisiones de inversión de las grandes corporaciones se encuentran congeladas. Viendo todo esto, bien haría el próximo gobierno en pensar un poquito mejor hacia donde quiere conducir el país.

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