Este primer lugar no se repetía desde el 2010, durante el segundo gobierno de Alan García. (Ilustración: El Comercio)
Este primer lugar no se repetía desde el 2010, durante el segundo gobierno de Alan García. (Ilustración: El Comercio)
Oswaldo Molina

A finales de la década de 1960, Philip Zimbardo, profesor de Psicología Social de , llevó a cabo un curioso experimento. Abandonó dos autos semejantes –sin placas ni ninguna señal que pudiese identificarlos– en dos barrios distintos.

Uno lo dejó estacionado en una calle del barrio del Bronx en Nueva York, un lugar que en ese entonces era particularmente peligroso, y otro en una calle de Palo Alto en California, un barrio más bien acomodado. Como se podía esperar, el auto abandonado en el Bronx rápidamente sufrió vandalismo.

En menos de 24 horas ya había perdido cualquier parte útil y luego de eso diversas personas solo se dedicaron a destruirlo. Por el contrario, el auto en Palo Alto permaneció en perfectas condiciones una semana después del abandono.

Zimbardo entonces rompió la ventana de dicho auto. A partir de ese momento, los hasta entonces calmados habitantes de Palo Alto empezaron también a destruir el vehículo.

¿Por qué esa simple acción de Zimbardo pudo tener esas consecuencias? Es difícil responderlo, pero al parecer esa acción rompió las reglas de convivencia. Destruir el auto ahora estaba permitido. Y cada nuevo ataque sin ninguna sanción reafirmaba esa sensación, lo que generó la espiral de violencia.

Cuando pienso en el experimento de Zimbardo, no puedo dejar de pensar que es una buena metáfora para comprender lo que pasa en nuestro país desde hace décadas. Nuestras autoridades y nuestra clase política parecen no entender la enorme responsabilidad que tienen.

Cada vez que demuestran con sus acciones que son sus intereses privados los que priman y no el bien común, están rompiendo, como en el experimento de Zimbardo, el parabrisas del auto abandonado. No tiene por qué sorprendernos entonces que esas acciones –y la impunidad asociada– se reproduzcan luego en cada nivel de nuestra sociedad; desde el hogar, hasta la empresa y el municipio.

Hace solo unos días, por ejemplo, Fernando Cillóniz denunciaba en una entrevista con este periódico la enorme corrupción enquistada en los mandos medios que había encontrado a su paso como gobernador de Ica.

Lo peor de todo es que, a punta de tantos parabrisas rotos, tenemos la sensación generalizada que vivimos en el Bronx del experimento, un lugar sin reglas y donde la convivencia social está totalmente resquebrajada.

Es por ello que, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Hogares, el 49,5% señala a la corrupción como el principal problema del país. Y es que este constituye quizás uno de los mayores “impuestos” que deben pagar los más pobres, quienes tienen que enfrentarse con el traficante de tierras o un sistema judicial corrupto y desigual.

Para avanzar necesitamos no solo que cada uno asuma su responsabilidad desde el lugar que le corresponde, sino también lograr cambios que permitan a los mejores acercarse a la política y al Estado, algo que no parece estar pasando necesariamente.

El Perú, un auto abandonado, aún puede encender su motor y salir adelante.

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