El 25 de diciembre se celebra la Navidad (del latín nativĭtas, -ātis, que significa “nacimiento”), festividad extendida casi universalmente y que conmemora el nacimiento de Jesucristo. Sin embargo, no siempre fue así. Hubo un tiempo ancestral, mucho antes de la fundación del cristianismo, cuando las distintas religiones mantenían una relación profunda con la naturaleza y los ciclos cósmicos, y celebraban otros rituales y ceremonias en honor a deidades provenientes de diversos cultos que tenían lugar alrededor de esa misma fecha. Algunos de ellos son el milenario dios persa Mithra, cuyo nacimiento se festejaba también el 25 de diciembre; las fiestas en torno al egipcio Horus, nacido de una madre virgen y de un padre despedazado; los grecorromanos Dionisio y Apolo, con sus respectivas dionisíacas y natalis solis invicti; el ritual shintoísta que celebraba el regreso de la diosa Amaterasu, antepasado mítico del emperador del Japón; la descomunal saturnalia, dedicada al Saturno romano, tomado de la mitología griega donde era conocido como el titán Cronos; los aztecas Quetzalcoatl y Huitzilopochtli, a quienes se les veneraba especialmente hacia finales de diciembre para conmemorar su advenimiento; e incluso nuestros prehispánicos Inti y Wiracocha eran alabados en la fiesta del Capac Raymi, realizada en el solsticio de verano austral (correspondiente al invierno boreal).
Pero esta aparente coincidencia no lo es en absoluto, sino que se debe a que el 25 de diciembre marcaba la fecha en que el solsticio de invierno tenía lugar en el hemisferio norte —día establecido en el año 45 a. C. por el calendario juliano—. Posteriormente, en 1582 se reemplazó por el calendario gregoriano, que utilizamos hasta la actualidad, y se ubicó el solsticio de invierno boreal entre el 20 y el 23 de diciembre, y el estival entre el 20 y el 23 de junio—. El solsticio de invierno es un fenómeno astronómico que se repite anualmente, y corresponde a la noche más larga del año, debido a que es el momento en que el sol se encuentra a mayor distancia de la línea ecuatorial, al mismo tiempo que marca la reversión del alargamiento de las horas de oscuridad en la Tierra; es decir, señala el punto en que el sol poco a poco vuelve a brillar con intensidad. Es por ello que muchas culturas asocian la llegada de este fenómeno con un período de renacimiento de la naturaleza, lo cual celebraban con rituales vinculados a la agricultura y la renovación de la vida.
De igual modo, aunque originarias de culturas tan diferentes a la vez que distantes en tiempo y espacio, las divinidades antes mencionadas comparten un rasgo común: todas son deidades solares o se encuentran relacionadas con el culto solar. Es decir, representan al sol o han asimilado algunas de sus propiedades —como fertilidad, luz, resurrección e inmortalidad, intelecto, autoridad, disciplina moral, etc.—. Y dado que el simbolismo del sol se asocia estrechamente con las ideas de vida, ciclo y naturaleza, las festividades consagradas a estas deidades se daban en torno a la llegada del solsticio de invierno.
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Lejos de lo que afirman ciertas teorías conspirativas —como la hipótesis de que el cristianismo, así como la figura de Jesús son realmente aparatos artificiales creados por causas políticas por el emperador romano Constantino I, quien la estableció como la religión oficial del Imperio a partir de una aglutinación de distintas creencias paganas—, la elección del 25 de diciembre en el siglo IV por el papa Julio I como la fecha de la Navidad no consistió en una simple suplantación de los rituales y cultos anteriores ya arraigados en el Imperio romano —como la saturnalia, la veneración del dios Mithra o el natalis solis invicti— por otro nuevo con idénticas características, símbolos y figuras. Recordemos que, como afirma el historiador de las religiones Mircea Eliade, si bien es cierto que los padres de la Iglesia incorporaron algunos simbolismos precristianos a su estructura, los enriquecieron con significados inéditos referentes al drama histórico de Cristo con fines evangelizadores; y, por otro lado, las raíces del cristianismo se hunden profundamente en el judaísmo, el cual, a su vez, ha bebido durante centurias de otras religiones y culturas, de modo que estos símbolos y mitos no les eran ajenos.
Asimismo, Cristo, al igual que las demás divinidades mencionadas, también se presentaba como un dios solar —recordemos que murió y resucitó al tercer día (se reproducen así las tres etapas por las que atraviesa el astro en su recorrido cenital: amanecer, plenitud y ocaso, para volver a surgir intacto); que uno de sus atributos es el crismón, un monograma que se asemeja a un disco solar; que al igual que el sol, su llegada al mundo marca el fin de los tiempos oscuros; entre otros—. Es por ello que no es de extrañar que los cristianos, al desconocer la fecha histórica del nacimiento del Mesías —en la Biblia nunca se hace una mención explícita de ello, es por eso que hasta el siglo II los cristianos solo celebraban la Pascua de Resurrección y no su natalicio—, hayan juzgado acertado establecer el día en el que se daba el solsticio de invierno como una fecha simbólica para conmemorar la llegada del dios encarnado al mundo.
Para nadie es novedad que el cristianismo se consolidó como la institución religiosa más poderosa e influyente del mundo, motivo por el cual consiguió atenuar y hasta sofocar los demás cultos con los que convivió alguna vez, arrogándose el 25 de diciembre como una fecha sagrada exclusiva. Sin embargo, hoy sabemos que Huitzilopochtli, Mithra, Apolo, Dionisio, Wiracocha, Amaterasu, Quetzalcoatl, Horus y muchos dioses más comparten con Jesucristo un lugar en el hacinado panteón celestial.