A inicios de los sesenta, con un terno azul y el cabello engominado, Chirinos Cúneo paseaba cual flâneur por el patio de Letras de San Marcos. Sus contemporáneos —poetas como César Calvo o Juan Gonzalo Rose— lo consideraban una de las grandes promesas de su generación; él estaba de acuerdo: alimentado por la lectura de Rimbaud, Baudelaire y Lautréamont, se asumía iluminado y maldito. Sus aires de grandeza eran justificados por la producción frenética de versos que, con imágenes de gran plasticidad, reimaginaban la marginalidad limeña de la época. “Pobres. Y en ese burdel azul unas largas trenzas plumosas./ Guedejas desde un color agrio, pardo, bello, caído./ Flacos. Unos muñecos flacos, róseos, descoyuntados./ Y esas ebriedades verdes y esos alcoholes en las bocas engalladas”, escribió en un poema que tituló “Muñecos” .
Cuenta una anécdota que sus pares, para bajarle los humos, le decían que pronto volvería a Lima un poeta que lo superaba. Ese ‘alguien’ era Rodolfo Hinostroza, quien, efectivamente, regresó de Cuba el año 1964. Entonces, Chirinos Cúneo apareció en su casa, tocó la puerta, y tras preguntarle si con ella escribía sus poemas, le destruyó la máquina de escribir.
Esto quedó perennizado en “Homesickness”, de Juan Ojeda: “Así una tarde apareció Hinostroza/ Y lo irreversible de G. Cúneo aporreando la máquina de escribir/ Una conducta aristotélica, no obstante”.
Hinostroza había sido, sin quererlo, víctima de la esquizofrenia que padecía Chirinos Cúneo, por la cual fue internado en 1967. Un poco antes, se pudo ver al poeta caminar erráticamente por las calles, con un creciente fajo de poemas bajo el brazo. Se dice que iba a ser su gran obra. Un día, al pasar frente a la iglesia de la Merced, Chirinos Cúneo escuchó los coros de la misa y un profundo arrepentimiento lo fulminó. Convencido de ofender a Dios, destruyó las páginas ahí mismo. En una sola tarde perdió la cordura y su merecido lugar en la poesía de su tiempo.
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Su vida posterior estaría marcada por los períodos que pasó en la casa materna en el Callao y en distintas clínicas psiquiátricas de San Isidro, Chosica y California (Estados Unidos) —esto se deduce a partir de unos papeles hallados por el poeta José Carlos Yrigoyen que tenían el membrete de un sanatorio de aquella ciudad—.
Nunca trabajó ni tuvo profesión alguna, se dedicó todo el tiempo a caminar y escribir. “Tengo varios libros terminados, casi tres millares de poemas. Quisiera publicar, pero no tengo dinero ahora. Lo pude hacer hace veinte años porque mi madre me facilitó todo. Si pudiera, publicaría 'Infierno sin cielo', que es de los años sesenta, o quizá 'Crepúsculo de los ídolos', que es el más reciente”, le comentaría en 1987 a Marco Martos para la sección cultural de la revista Sí, en uno de los esporádicos intentos por salvar a Chirinos Cúneo del olvido.
“Yo aún no he ejercido nada. Carezco de todo hecho fecundo. Soy pobre, paria, inútil —como dice mi madre— y un vagabundo inservible como dice la humanidad entera”, afirmó en el poema en prosa que da nombre a su único poemario publicado, "Idiota del apocalipsis",impreso en1967 gracias a su madre, Aída Cúneo Navach, quien hizo lo posible por cumplir los deseos de su hijo.
Esta plaqueta pasó casi inadvertida pero, con el tiempo, se volvió un objeto de culto que circuló de fotocopia en fotocopia. Algunos de los poemas se llegaron a publicar en diversas revistas literarias, incluso aparecieron en un par de antologías.
"Idiota del apocalipsis" se reimprimió el 2006 como parte del volumen Los otros, editado por Carlos Carnero, Gonzalo Portals y Rubén Quiroz. Del resto de su poesía solo contamos con lo que apareció en un número de 1994 de La Tortuga Ecuestre y los que José Carlos Yrigoyen encontró y compartió en el 2007, en Intermezzo Tropical.
En sus últimos años, poetas jóvenes comenzaron a buscarlo. Él les obsequiaba poemas inéditos al peso. Ellos lo llevaban a beber a los bares de Quilca, donde mezclaba el alcohol con las medicinas que le había recetado el psiquiatra. Chirinos Cúneo volvía al amanecer a casa, sucio y borracho.
Su muerte, sin embargo, fue tranquila: una tarde de domingo, luego del almuerzo, fue a su cuarto a descansar y cerró la puerta con seguro. Después de siete horas sin hacer ruido alguno, su madre le pidió al conserje que viera si estaba bien. Tras meterse a su habitación por la ventana, descubrió el cadáver de Ángel Guillermo, con un cigarro consumido entre sus dedos y los ojos fijos en el techo, como buscando a aquel Dios al que creyó ofender hacía más de 30 años.