A finales de enero, poco después de la entrega de los Grammy, Internet se convirtió en el escenario de una disputa estética. 24K Magic, el tercer disco de Bruno Mars —un lujoso ejercicio de R&B diseñado para conquistar el Hot 100 del Billboard—, había sido ungido por la Academia como álbum del año. Casi de inmediato, el rumor de un robo empezó a rondar las redes sociales como un virus: Damn, el disco más reciente de Kendrick Lamar —un claustrofóbico monólogo de duda personal, simbolismo religioso y denuncia social—, era, según melómanos y aficionados, el justo merecedor del premio. La revista Time no tardó en unirse a la disputa con un titular que echó más leña al fuego: “La Internet no está contenta: Kendrick Lamar perdió en la categoría de álbum del año otra vez”. Con paños fríos en las manos, Rob Sheffield se sentó a escribir un artículo para Rolling Stone en el que, al final, se limitaba a encogerse de hombros: “¿Qué esperaban? El mejor álbum del año nunca gana el Grammy al mejor álbum del año”.
Con el paso de los días, la disputa fue quedando en el olvido. Hasta que el 16 de abril, en una decisión tan sorprendente como histórica, Damn fue galardonado con el Premio Pulitzer de Música. Decir sorprendente, en este caso, es más que un recurso retórico. Al coronar a Damn como disco del año, el jurado del Pulitzer sellaba lo anotado por Sheffield: si lo que quieren es averiguar cuál es el mejor álbum del año, no se molesten en sintonizar la entrega de los Grammy. Claro, para muchos esto ya era más o menos evidente. La verdadera sorpresa no fue señalar la equivocación del Grammy, sino que su rol como juez del mérito musical le fuese arrebatado por el Pulitzer, un premio para el que la música pop nunca había tenido mayor valor artístico. Con la excepción de Sound Grammar, el disco de jazz de Ornette Coleman que se llevó el premio el 2007, el Pulitzer se había reservado a obras de la tradición musical de arte occidental; esto es, a lo que comúnmente se conoce como “música académica”.
El rechazo del Pulitzer a la música hecha fuera de la Academia tiene su propia historia. En 1965, cuando la categoría se declaró desierta, se sugirió premiar la obra de Duke Ellington, pero el jurado se negó rotundamente. Al ser interrogado al respecto, el ícono del jazz respondió: “El destino no quiere llenarme de premios porque todavía soy muy joven”. En ese momento, Ellington ya tenía 67 años, y en privado no escatimaba en mostrar su amargura. “No me sorprende que mi música sea despreciada en mi propio país”, le confesó al crítico Nat Hentoff. “La mayoría de estadounidenses cree que la música que llegó de Europa es la única digna de respeto”. Años más tarde, luego de ganar el Pulitzer, un compositor ‘serio’ —John Adams— tomó la posta de la indignación expresada por Ellington. “Por este premio siento algo cercano al desprecio”, señaló. “La mayoría de grandes músicos de mi país ha sido ignorada solo para beneficiar a la música académica”. Si mantenemos esto en mente, el premio a Kendrick Lamar —que ni siquiera es un músico de jazz, sino de rap— no solo es la admisión de un error histórico, sino la asimilación de una nueva forma de percibir la música popular. Para decirlo con otras palabras: al otorgar este premio, el jurado del Pulitzer adoptó un punto de vista que ya había sido asimilado por la etnomusicología desde, por lo menos, los años setenta: que en todos los universos musicales se puede alcanzar la excelencia. Y si nos tomamos unos segundos en repasar la biografía de Kendrick Lamar, esta excelencia adquiere dimensiones heroicas.
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Kendrick Lamar nació en 1987 en la ciudad californiana de Compton, donde su familia subsistió gracias a la ayuda de la beneficencia pública. En ese entonces, Compton era uno de los focos del rap de la costa oeste y, en particular, del gangsta rap, encarnado por el grupo N.W.A., cuyos discos sobre pandillas, drogas y crímenes fueron los portadores paradigmáticos de los stickers de control parental que aparecieron en los ochenta. De hecho, el padre de Lamar fue miembro de una pandilla —los Gangster Disciples— y esta vida fuera de la ley se convertiría en uno de los temas recurrentes de sus futuras canciones. A los ocho años, Lamar tendría una epifanía musical al descubrir a Tupac Shakur y Dr. Dre filmando un video frente a su casa. Según sus propias palabras, este fue el momento en que decidió convertirse en un cantante de rap.
Tras dos discos básicamente prometedores, Lamar grabó Good Kid, M.A.A.D City (2012), el primero de tres álbumes conceptuales que podrían ser considerados, de acuerdo al gusto de cada uno, sus obras maestras. Con el subtítulo “Un cortometraje hecho por Kendrick Lamar”, Good Kid, M.A.A.D City puede oírse como una historia narrada por múltiples voces y desde distintas perspectivas que crecen, se intoxican, se enamoran, odian, cometen crímenes, tienen éxito, fracasan, mueren y sobreviven en la mitologizada ciudad de Compton. La música se acomoda a las historias como un camarógrafo cinéma vérité que se adapta a las situaciones que van sucediendo frente a su cámara. Grabaciones de disparos, de discursos afrofuturistas y hasta de conversaciones telefónicas (los preocupados mensajes de voz de la madre de Lamar son recurrentes) se encargan de añadirle un acabado cuasi documental a la placa. Además, la ausencia de un afán moralizador obliga al oyente a empatizar tanto con las voces poseídas por impulsos oscuros como con aquellas que se esfuerzan en hacer las cosas bien: “Usualmente no uso drogas; pero, qué diablos, hoy estoy con la gente del barrio”, dice la voz en off de Lamar en uno de los momentos más intensos de la placa. Aquí no hay moraleja alguna, pero sí una lección: no importa de qué lado estés, siempre puedes descubrir que, sin darte cuenta, acabas de pasarte al otro.
El siguiente disco, To Pimp a Butterfly (2015), empieza con “Wesley’s Theory”, una canción basada en el actor afroamericano Wesley Snipes, quien acabó en la cárcel condenado por evasión de impuestos. La figura de Snipes funciona como un polo de atracción y repulsión a lo largo del disco, que puede oírse como la odisea de un hombre negro que ha logrado superar sus limitaciones materiales, pero se ve tentado a llevar una vida fácil, cómoda y ociosa, despojada de valores. El personaje de Snipes encuentra a su antagonista al final del álbum, cuando Lamar mantiene una conversación sobre el futuro de los afroamericanos con el fantasma de Tupac Shakur, su primer modelo musical, asesinado en 1996. En este disco, junto con los sampleos y los efectos cinematográficos de rigor, tenemos una banda de jazz que mantiene la música al límite, como una evocación del conflicto interior que llevan consigo los personajes que habitan las canciones.
En Damn (2017), el disco que finalmente se llevó el Pulitzer, Lamar asume un punto de vista más introspectivo que en los dos anteriores. La música se vuelve minimalista y claustrofóbica, con voces que parecen resonar en los resquicios de su propia consciencia. El trasfondo musical ya no es el jazz funk que latía en el corazón de To Pimp a Butterfly, sino el trap, subgénero de moda cuyos beats densos y narcóticos se adaptan al pesimismo que se respira a lo largo del disco. La estructura circular de Damn no ofrece un final feliz. Así lo escuches al derecho o al revés el desenlace siempre es el mismo, y no es prometedor, como la vida de los jóvenes que se refugian en las ‘trampas’ —traps— donde se consume droga para evadir una realidad con la que ya no se puede lidiar.
Al escuchar Damn uno entiende por qué Lamar se refirió a Easy-E como una de sus principales influencias: “Antes de él, todo era pop. La gente tenía miedo de hablar de situaciones difíciles. El hecho de que podamos hablar de las realidades más crudas de nuestra comunidad se lo debemos a él”. Vale la pena poner una lupa sobre estas palabras. Al trazar una línea entre su música y el pop, Lamar está trazando también una entre dedicarse al arte o al mero entretenimiento, y tomando claro partido por el primero. Por supuesto, esto es algo que sus oyentes ya sabíamos desde hace tiempo.
Sucede que hace dos semanas el jurado del Pulitzer se enteró de ello.