La muerte es un asunto que no nos debe importar
La muerte es un asunto que no nos debe importar
Redacción EC

“Todas las lágrimas del mundo caen sobre tu nombre, Eduardo. Caen sobre tus palabras ahogando el horizonte.
Eduardo nieve. Eduardo alga. Eduardo estrella de mar atravesando los mares del tiempo.
No estamos solos, hermano. Tus palabras se levantan como cántaros de agua y cierran en tu nombre los ojos del silencio.
No estamos solos. Tu silencio me habla, nos habla, nos convierte en sílabas, en letras, en canto irrepetible que nace y muere en ti.
No te has ido, Eduardo, no te has ido. Te veo abrazándome, queriéndome, regalándoles  a mis hijos tu ternura. Dibujando adioses en forma de aeroplanos, de alces, de lluvia condenada a la tristeza.
No, no te has ido. Te veo pintando en el lienzo del aire una tarde de abril, un estruendo de sílabas, un abrazo que estalla en la piel de tus versos.
Estás aquí. Te veo. Sonríes como siempre. Pese al dolor y la incertidumbre, sonríes como siempre.
Estás aquí, Eduardo, estás aquí. Y una tormenta  de palabras hace nacer tu mano en nuestras manos” [1].

Retrato de un poeta
“Desde hace años guardo esta escena en mi cabeza: lo veo sentado junto a Jannine en el patio de mi casa, rodeado de mi mujer y mis hijos como el pariente más querido. Todos disfrutan de la comida, pero están atentos a sus palabras. Él entrelaza datos e historias sorprendentes o juega con las palabras como un malabarista distraído. De pronto, suelta una broma genial y todos rompen a reír, pero él tarda un segundo en desternillarse y, cuando lo hace, se contiene, achinando los ojos igual que un niño que ha cometido una travesura” [2]. “Hablar de él en pasado es una afrenta al lenguaje, como alguna vez dijo Seamus Heaney de Brodsky. Por eso me cuesta pensarlo en huido, en pretérito, en pasado perfecto. Siempre lo recordaré con esa mezcla de timidez, valentía, lucidez y gracia que lo caracterizó. Como era tan grande, uno nunca pensó que ocuparía el aire de manera horizontal” [3]. “Eduardo fue un eterno niño, a la vez que un poeta autoaherrojado. Es quizá la única persona que conozco que, gracias a la combinación del candor y persistencia en la poesía, llegó y seguirá llegando, a través de sus mejores lectores, a vislumbres profundísimos” [4].
    
“Por encima de sus inmensas virtudes para la escritura, poseía un talento singular para las relaciones humanas. Si lo buscabas con sinceridad, te acogía de inmediato, se interesaba por ti, te abrumaba con su inteligencia, aun cuando nunca presumiera de ella, y siempre, siempre, recomendaba libros. Lo he querido mucho. Voy a recordarlo siempre así: tierno, incondicional, con un próximo libro por escribir, optimista hasta el último correo electrónico. Decía: ‘Saber que a uno lo quieren los amigos es la mejor recompensa que se puede esperar de la vida’” [5]. “Su buen humor sazonaba las conversaciones con un matiz muy especial. Hablar con él de poesía y de las diferentes maneras de mirar el mundo era siempre una lección de vida. Pasaban los días y uno recordaba frases que, desde su sencillez y honestidad, parecían aforismos llenos de sabiduría. Me quedo con su risa, con su forma de leer los poemas en voz alta, con su abrazo fraterno con su entrega honesta y verdadera a la poesía” [6]. “Tengo grabada en la mente su imagen a los 20 años, en un salón de clases de la Católica, leyendo sus poemas recién publicados en el primer número de la revista Calandria. Apoyado en el borde del pupitre, saco azul, larga bufanda blanca. Fue ahí donde todo comenzó. Aula A-15. 23 de junio de 1980” [7]. 

Escenas compartidas
“Un día, a principios de los ochenta, José Antonio Mazzotti, Eduardo y yo caminábamos hacia El Solitario para celebrar el éxito de un recital que habíamos organizado en apoyo a las revistas Trompa de Eustaquio, Sic y Ómnibus. De pronto, oímos que nos marcaba el paso un tema de héroes de acción mal tarareado. José y yo nos miramos extrañados. ‘¿Y qué?’, nos dijo desafiante Eduardo sin dejar de entonarlo” [4]. “En los ochenta, en plena efervescencia poética del movimiento Kloaka, Roger Santiváñez nos invitó a Mary Soto, Carlos Enrique Polanco, Pepe Velarde y a mí a una fiesta en una casa que quedaba frente al Hospital del Niño. La fiesta era para celebrar el cumpleaños de Eduardo Chirinos, a quien no conocía aún. Llegamos en tropel, previos tragos en el chifa Bar Wony que quedaba en la calle Belén en el Centro de Lima. Entramos, y la gentita, en su mayoría de la Católica porque Eduardo era de esa universidad, estaba departiendo tranquilamente como si fuera una reunión de tías conversadoras. Y como nosotros ya estábamos empilados, arremetimos contra el equipo estereofónico, subimos el volumen y nos pusimos a bailar en medio de la sala. Creo haber visto a Eduardo tratando de calmar a un señor de edad para que no nos echara de la casa porque eso ya era un despelote. En ese momento, ya todos se pusieron a bailar al ritmo del “Rock de la langosta”, de B-52’s; “El rock de la cárcel”, de Elvis; entre otras más movidas. Y como el baile no solo cansa, sino que también da mucha sed, fuimos en busca de tragos espirituosos. Nos tomamos todo lo que había. De pronto, escuchamos un alboroto en la cocina, empujones y uno que otro reclamo. Polanco, el pintor del grupo, se estaba bebiendo un botellón de cinco litros de Johnnie Walker. Eduardo trataba de quitárselo, pero todo fue en vano. Tuvimos que salir de la casa sin despedirnos del cumpleañero, con rumbo desconocido. Un par de días después, Roger y José Antonio Mazzotti nos dijeron que la casa y la botella de whisky eran de un tío de Eduardo, y que este, como buen sobrino y caballero que siempre fue, le compró a su tío una botella igual con su sueldo de profesor de academia” [8].
    
“En 1986 compartimos el mismo piso en Madrid. Vivimos un año de lecturas, cine y abordajes a librerías. Durante ese tiempo, lo vi trabajar todas las mañanas un proyecto poético tras otro, como si preparara una tesis. Solo tenía 26 años y ya escribía sin tregua” [2]. “En marzo de 1981 apareció 'Cuadernos de Horacio Morell'. Era un pequeño volumen enmascarado en la apariencia de un cuaderno escolar que reunía un conjunto de poemas y apuntes atribuidos a un autor que se había suicidado en 1979. El cuaderno lo firmaba Eduardo Chirinos Arrieta, supuesto editor de Morell, y recogía en un juego de identidades la fotografía de un barbado joven de mirada irónica en la contratapa. ‘Eres igual a Horacio’, le dije a Eduardo una tarde de 1983, cuando lo conocí. Ese día intercambiamos libros y él me alcanzó un ejemplar de 'Archivo de huellas digitales', pero equivocó mi nombre al dedicarlo. No se lo dije hasta 1986, cuando formamos una pequeña hermandad con los Sologuren, los Eslava, Ana María Gazzolo, Roxanna y Jannine. La hermandad ha perdurado hasta hoy, a pesar de que ya son tres los que han partido” [9].

Una obra incalculable
“Eduardo logró consolidar un acento y una voz muy personales que, además, se reinventaban a sí mismos. Cada libro suyo tiene un registro diferente y sorprende al lector por la forma en la que asume la poesía. Podía pasar del poema en prosa a otro donde prescindía de los signos de puntuación. Sin duda estableció un diálogo certero con la más honda tradición de la poesía conversacional de su país y con la gran cultura del mundo que aparece en muchos de sus libros temáticos como Breve historia de la música, 'Escrito en Missoula' o 'Coloquio de animales'. Además, su labor como traductor y divulgador también nos deja un legado importante. Su traducción de Mark Strand de 'Solo una canción' ya es un referente de la poesía de este inmenso poeta canadiense. De igual forma, su profundo amor por la poesía peruana lo llevó a compilar antologías como 'Infame turba', donde descubrimos voces desconocidas hasta el momento. La poesía peruana pierde con su muerte a uno de sus grandes divulgadores y promotores en el mundo” [6]. “Lo suyo fue la poesía y, por cultivarla con sensibilidad y lealtad, nos deja una cosecha abundante. Hay poetas que temen parecerse a otros y, víctimas de ese temor, no llegan nunca a parecerse a sí mismos. Eduardo no está entre ellos. Fue un lector ávido, sutil y generoso, como lo atestiguan sus muy buenos ensayos, pero es sobre todo en su propia obra poética —entre las que destaco 'Escrito en Missoula'—que el lector percibe el diálogo personal con una tradición que es, sin duda, la de la poesía peruana, pero también la de muchas otras naciones y épocas. Culta y a la vez informal, la poesía de Eduardo revela a un poeta que sabe ‘oír las sumas voces’” [10] “Eduardo ha sido un poeta querido y celebrado en todas las patrias del habla hispana. Su poética bebía de diversas fuentes —desde las más clásicas y formales, hasta de las vanguardias más sofisticadas— y fue capaz de crearse una tradición propia donde la poesía peruana se convirtió en una suerte de encrucijada lírica. La suya es la cifra de todas esas tradiciones” [11].
    
“Nos enseñó, con esa generosidad que lo caracterizaba, a encontrar filones de poesía en lo anodino: los zapatos colgando de una cuerda, el equilibrista de Bayard Street, el planeta que le sobraba al sistema solar… Pero también a enfrentarnos a los grandes temas de la poesía, como el amor y la muerte, como la pérdida y sus recuperaciones, con una honestidad y franqueza admirables. Siempre en un punto en que la ironía se volvía lucidez” [3]. “Su obra es una importante contribución a la poesía peruana porque renueva los moldes conversacionales desde la óptica de los años ochenta, y se apropia de la cultura occidental y del discurso de la generación del sesenta, utilizando la ironía y el enmascaramiento como estrategia del lenguaje” [8]. “Es uno de los poetas más valiosos de la generación de los ochenta. Sin duda el más prolífico y constante. Tenía un lenguaje y mundo propios, producto de un radio de influencias amplísimo, continental: era tributario de Westphalen y Eielson pero también de Cernuda, José Emilio Pacheco o Gonzalo Rojas. Era un poeta vitalista, elegante, musical. Hay una frase suya que quizá sintetice lo visual y conceptual de su poesía: ‘El poema es un ojo que mira, un oído que escucha, un pulmón que respira, una mente que piensa’. Tengo muchísimos poemas suyos que me rondan la cabeza, pero ahora mismo elijo este verso de “Raritan Blues”:

                Dicen que el río es la vida y el mar la muerte.
                He aquí mi elegía:
                un río es un río                                                                                             
                y la muerte un asunto que no nos debe importar [5].


1 Lorenzo Helguero; 2 Jorge Eslava; 3 Ramón Cote; 4 Raúl Mendizábal; 5 Renato Cisneros; 6 Federico Díaz Granados; 7 Rossella di Paolo; 8 Domingo de Ramos; 9 Carlos López Degregori; 10 Peter Elmore; 11 Fernando Iwasaki

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