Pasar a limpio, por Rodrigo Fresán
Pasar a limpio, por Rodrigo Fresán
Rodrigo Fresán

Es uno de los impulsos y actitudes más inconfesables (casi) y vergonzantes de todo aquel que escribe. Allí, en la noche oscura del alma, truenos y rayos en el cielo, y el puño en alto y la voz elevada aullando algo así como “¡La Historia me dará la razón!”, “¡En el futuro seré por fin descubierto por multitudes y considerado un clásico!”. Y, si la noche es particularmente oscura, un “¡Para entonces se habrán inventado máquinas de resurrección-clonación y yo regresaré desde el otro lado y se organizarán desfiles por las calles en mi nombre y por mi obra!”. Sí, de acuerdo, un porcentaje elevado de la gente que escribe (y cuando digo escribe me refiero a libros y a cosas que trascienden un par de párrafos o los 140 caracteres) no está del todo cuerda, porque si no está más que claro se dedicaría a fantasear —y hasta a hacer realidad— con cosas más provechosas para la humanidad como, por ejemplo, la cura definitiva de todas y cada una de las variedades del cáncer.

Pero es cierto que una gran novela y un cuento perfecto también tienen su función social y razón de ser. Allá van, allá vamos. Ejemplos consoladores hay varios a la hora de juguetear con la gloria póstuma. El gran tótem de la especie de inmortal muerto probablemente sea Kafka, aunque a otros les hará más gracia e ilusión Stieg Larsson. También hay casos aislados como “La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole; las tragedias de nombres que fueron célebres en su tiempo y cayeron en desgracia u olvido para ser luego recordados sin parar hasta el infinito y más allá (William Shakespeare, Herman Melville, Henry James, Francis Scott Fitzgerald fueron y volvieron de ese limbo); y hasta la figura del “escritor de escritores” revitalizado por la película mucho peor que el libro en cuestión: el caso de “Revolutionary Road”, de Richard Yates.

Por cada uno de estos pequeños o inmensos actos de justicia, abundan los casos abiertos o cerrados de los que jamás nos enteraremos esperando que les toque a ellos o que a algún editor inquieto le den la oportunidad de salirse con la suya y le abran la puerta para salir a jugar. De ser así, algún escritor con opinión más o menos de peso difundirá la buena nueva, la prensa especializada hará eco de sus palabras y —dominante efecto dominó— pronto tendremos un libro de moda, un sleeper, algo de lo que todos hablan (y escriben) sin que sea realmente necesario leerlo pero enarbolándolo siempre como estandarte contra niños brujos, millonarios sexópatas, descendientes de Jesucristo, vampiros adolescentes, chicas en tren y todo eso.

No hace mucho fue el turno de “Stoner”, de John Williams, que cuenta la vida opaca de un profesor de literatura. Y sí, Stoner & Williams se merecían y merecen reconsideración y halago. Y ahora mismo es el turno de Lucia Berlin y sus cuentos recopilados en “Manual para mujeres de la limpieza”, antología de los mejores relatos (admirados por Saul Bellow, entre otros) que la Berlin fue publicando a lo largo de demasiados años en seis pequeños libritos de circulación limitada con personajes recurrentes. Ahora, glorias y aleluyas y ya varias reimpresiones y traducciones varias y críticas triunfales para quien, en vida, como Williams, tuvo cierta fama y nombre propio pero jamás llegó a ser todo lo conocido que es, ahora, su vivísimo cadáver.

Y Berlin (Alaska, 1936 – California, 2006) tuvo y tiene algo que Williams nunca tuvo y que suele fascinar a los periodistas. Para empezar, fotos de juventud como disparadas por Nan Goldin en las que luce bellísima, como un cruce entre secretaria de Don “Mad Men” Draper o amante de JFK y Laura Palmer. Para seguir, una biografía convulsa y aventurera que —como variante de esa modita supuestamente novedosa que hoy se conoce como “autoficción” y que existe desde el principio de los tiempos— se filtra con elegancia en sus relatos: escritos como postales movidas de escritura firme mientras iba arrastrando su existencia y sus graves problemas de salud (una escoliosis múltiple) por los pueblos mineros del Oeste de su infancia (Idaho, Montana y Arizona), acompañando a su padre geólogo por los salones más glamurosos de una adolescencia en Santiago de Chile, por Ciudad de México y Berkeley, ocupándose de/en trabajos como el del título para mantener a sus cuatro hijos de tres matrimonios (todos pasados con los treinta años apenas cumplidos), y montando un insaciable alcoholismo. Los noventa la encontraron, por fin, sobria y enseñando Literatura en la University of Colorado. Después se murió, cortesía de un cáncer de pulmón. Y ahora vuelve como walking dead y se la compara con Raymond Carver, de quien Berlin en su momento dijo que “yo ya escribía como él incluso antes de leerlo y supongo que nuestra afinidad viene de nuestras infancias parecidas, de esa tradición de no mostrar los sentimientos, no llorar”. (¿Estará mal decir que me parece mejor que él; que el desesperado sentido del humor de Berlin es más sentido que el del autor de “Catedral”; que ese hombre jamás se atrevió a poner por escrito dentaduras postizas o bolsas de colostomía y brassieres que explotan o salas de emergencias y centralitas de hospital o lavaderos automáticos o prisiones o clínicas de abortos y de desintoxicación o asilos de ancianos con la “gracia” de esta mujer?).

“Yo… no tengo piedad”, advertencia/confesión en uno de los relatos de Berlin. Y nada más que agregar. Y está todo dicho. Y añade: “No me importa contar cosas horribles a la gente si puedo convertirlo en algo gracioso”. “Ma escribía historias reales, no necesariamente autobiográficas, pero sí tan próximas como una herradura a una pezuña”, sonrió un hijo de Berlin, defensora de “imperceptibles alteraciones de la realidad” y de las “transformaciones, pero nunca distorsiones, de la verdad”.

¿Dije ya que Lucia Berlin es buenísima? Si no se entiende, lo afirmo ahora. Y también apunto que es tan buena como tantas otras más o menos o nada promocionadas entre nosotros. Como Joan Didion, Edith Pearlman, Lorrie Moore, Amy Hempel, Elizabeth Hardwick, A. M. Homes, Jenny Offill, Deborah Eisenberg, Mavis Gallant, Claire Vaye Watkins, Joy Williams, Jamie Quatro y siguen las firmas. Lucia Berlin escribe y cuenta —con sonrisa torcida y ceja enarcada— sobre las vidas de mujeres metidas en problemas de los que no pueden salir. De ahí que, mientras tanto, hasta que pase la tormenta o se acabe la sequía, se envían despachos desde un frente de batallas siempre en retirada mientras se espera que toda esa ropa sucia acabe de girar en la pantalla de esa lavadora automática y en los altoparlantes siga sonando “Last Chance Texaco”, de Rickie Lee Jones.

Y, de acuerdo, es cómodo preguntarse ahora dónde estaba Lucia Berlin todos estos años. Pero lo que corresponde —mientras más de uno o una sueña con que, seguro, a ella o a él les va a pasar lo mismo cuando ya sea demasiado tarde y todos sientan tanta culpa— es dónde estuvimos todos nosotros.

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