Un muchacho de 17 años camina por las calles de una ciudad que conoció en la infancia. Ha vuelto después de un par de inviernos y la primera persona a la que ve es un viejo conocido suyo, su profesor de Historia en la escuela, el poeta Marcos Yauri Montero. Intercambian algunas palabras de cortesía. Al despedirse, el profesor-poeta detiene al muchacho del brazo y le encomienda una felicitación a su padre: por el entrañable cuento que publicó en La Crónica hace unos días, dice. El muchacho, hijo del poeta indigenista Octavio Hinostroza —el mismo que firmaba sus libros como Gabriel del Ande—, se desencaja por un instante, después del cual responde: “El cuento no es de mi padre. Es mío”.
Esa tarde de mayo de 1958, en Huaraz, nació Rodolfo Hinostroza. La confusión de su profesor despertó en él la necesidad de distinguirse del padre, y decidió desde ese momento dejar de ser Octavio Hinostroza Clausen (Lima, 1941). Optó por su segundo nombre y quitó el apellido materno de su firma. Lo demás es literatura. Y sobre todo, poesía.
Si algún lector no lo conociera, mejor que sepa del saque que este señor es uno de los poetas mayores de la poesía latinoamericana de todos los tiempos. Y un hombre que ha vivido por varios. Ganador de numerosos premios y reconocimientos como el Maldoror de Poesía y el Juan Rulfo de Cuento, en el 2013 recibió el Premio Nacional de Cultura. Vivió muchos años en París, donde se convirtió también en
gourmand y en astrólogo. Sobre lo primero baste decir que inventó el término “cocina nikkei” para referirse a la fusión culinaria de lo peruano y lo japonés, y que es autor de un libro fundacional del boom gastronómico llamado "Primicias de la cocina peruana". Sobre lo segundo, Hinostroza cuenta: “Eso sucedió mientras caminaba por una calle y vi cómo una enorme máquina que ocupaba toda una sala (una computadora) era capaz de entregar una carta astral tan solo intercalando guarismos”. Su afición lo llevó a escribir un tratado que se convertiría en best seller, pero él no terminó haciéndose rico: “Me lo advirtieron, primero, Carmen Balcells y, luego, Mario Vargas Llosa. ‘Te van a estafar’, me dijeron, pero no les hice caso, porque en el momento en que me llamaron yo era todo paz y amor, producto de un viaje en LSD. ¡El viaje más caro del mundo!”, ríe al recordarlo.
Además de cartas astrales, Rodolfo Hinostroza ha escrito poesía, cuentos, novelas, ensayos, obras de teatro, guiones para televisión, crónicas, artículos periodísticos y crítica gastronómica con igual maestría. Hoy, el hombre que recorrió medio mundo y se sentó a la mesa de reyes y plebeyos por igual luce, a sus 74 años, un rostro adusto, que no es tal (lo comprendemos luego) sino por la impresión que generan sus largas y pobladas cejas plateadas que, sin embargo, no terminan de ocultar una mirada capaz de ahuyentar a las lechuzas. Si tuviéramos que usar una sola palabra para describir a este mito viviente, diríamos que durante toda su vida ha sido ingobernable. Y acto seguido corregiríamos: el único designio al que se ha entregado ha sido al de la palabra… hasta hoy, cuando luego de toda una vida en pie de lucha ha descubierto lo que significa doblegarse, aunque solo sea ante una sonrisa de su primera nieta, Macarena.
El origen
“Era tenor”, dice. “En serio lo era”. Su voz ha perdido su antigua claridad para dar lugar a cierta resonancia rasposa. Así debieron expresarse los oráculos. “Ser poeta es ponerse en manos del destino”, añade.
Tenía 19 años y estudiaba Medicina en San Marcos cuando sostuvo una segunda conversación que sería determinante para su vida. Se encontró con César Calvo en el patio de Letras y le contó la incertidumbre que sentía, sus dudas sobre si dejar o no la medicina para dedicarse a escribir poesía. Quizás podía hacer las dos cosas y cumplir así con su madre y consigo mismo. Calvo, intenso como era, le respondió exaltado: “¡Yo he dejado todo por la poesía! ¡No puedes jugar a ser poeta! ¡Debes decidir ahora mismo!”. Y finalmente le espetó esa frase, que quedaría grabada para siempre en Hinostroza: “Ser poeta es ponerse en manos del destino”. Convencido, fue donde su madre para comunicarle su resolución, pero no contaba con que ella tendría como resolución propia botarlo de la casa. “No estoy para mantener vagos”, le gritó antes de cerrarle la puerta en la cara. “Allí empecé a ser poeta”, afirma Hinostroza. “Calvo, entonces, no tuvo más remedio que acogerme”, ríe.
Poco después fueron los dos viajes a Cuba que son el nudo de esta historia. Se ha hablado y escrito bastante sobre su segundo viaje, en especial por el trágico final de muchos de sus compañeros. El primero, en cambio, aunque casi desconocido, fue una locura que se le ocurrió a un viejo amigo suyo, el recordado periodista Coco Salazar. Este le contó a Hinostroza que se celebraría un congreso de la juventud comunista en Finlandia y lo convenció de que era una buena idea asistir, a pesar de que ninguno pertenecía al partido. La mejor ruta para hacerlo era previa escala en Cuba; después de todo, los pasajes a la isla estaban a precio de regalo. Era una idea absurda, pero así lo hicieron. ¿Qué haremos en Finlandia si finalmente llegamos?, se preguntaron una vez en Cuba. Decidieron quedarse entonces en la isla hasta que sus visas expirasen, y disfrutar. Era fines de 1961, la isla estaba al dente. “Yo no quería volver al Perú, busqué la manera de extender mi estadía y así fue como conocí a Haydée Santamaría, un mito viviente que en ese momento dirigía la Casa de las Américas. Nos caímos muy bien y me habló de un plan de becas que había para estudiantes sudamericanos y que quizá yo podía regresar al Perú con ellas para distribuirlas y volver con los demás becados para estudiar en La Habana. ‘Queremos que la Universidad de La Habana sea la Harvard de América Latina’, me dijo Haydée, y yo me quedé entusiasmado”, cuenta Hinostroza. Quedaron en verse la semana siguiente. Para ese momento solo le quedaban unos pocos días en la isla antes de que fuera deportado.
Lamentablemente Santamaría sufrió un ataque de asma y no pudieron concretar la reunión, pero su secretaria, enterada de todo, le preguntó a Hinostroza si no conocía a alguna persona que pudiera continuar con el proyecto. “Recordé que en ese momento estaba en la isla Sofocleto, que era amigo de mi mamá. Fui a verlo y le pedí que hablase con Haydée. Regresé al Perú y durante varios meses, cinco o seis, no pasó nada. Había olvidado ya casi el asunto cuando llegó Sofocleto con el plan de becas, y finalmente viajamos 72 estudiantes”, cuenta.
Una generación en la habana
Es en este segundo viaje, de marzo de 1962, que Hinostroza llegó a La Habana junto a Javier Heraud, Mario Razzetto, entre otros poetas peruanos. De inmediato se dieron con la sorpresa de que no existían las becas prometidas. Buscaron alojamiento mientras se solucionaba el tema. Empezaban a instalarse en un edificio cuando llegó el mismísimo Fidel Castro, escoltado por todo un contingente. “Todos éramos unos niños, ¡yo tenía solo 20 años!, había muchachos hasta de 17. Uno de ellos se quedó tan impresionado de ver a Fidel que empezó a avanzar, casi como levitando, y con el dedo índice extendido hacia este, como en "La creación de Adán", de Miguel Ángel, se acercó lo más que pudo, en pleno éxtasis, hasta que fue interceptado por los guardaespaldas del líder. Estos lo redujeron inmediatamente y el muchacho solo atinó a gritar: ‘¡Solo quería tocarlo! ¡Yo solo quería tocarlo!’”.
Lo primero que hizo Fidel fue preguntarles: “¿Ustedes saben qué dice la Declaración de La Habana?”. Nadie respondió. “¡El deber de todo revolucionario es hacer la revolución! ¡El deber de todo revolucionario es hacer la revolución! ¡El deber de todo revolucionario es hacer la revolución!”. Lo dijo tres veces, mandó a mudar a todos los peruanos y se fue. La segunda vez que lo vieron, Castro los envió en un tour por toda La Habana para que sus invitados pudiesen apreciar los éxitos del nuevo orden. La tercera fue directamente a reclutarlos. “Nos mandó al pico Turquino para que hiciéramos el ‘camino del guerrillero’ y ver si teníamos condiciones físicas. Y ahí fue que se murieron mis ilusiones de estudiar en la Harvard de América Latina. Sofocleto nos había vendido como carne de cañón. Después de la bajada del pico Turquino hablamos y algunos decidieron ir y otros no. Allí Javier Heraud me dice que va por un asunto personal, no se trataba del Perú ni de la revolución, Javier quería probar que era tan hombre como todos nosotros… La mayoría tenía motivaciones personales más que
ideológicas”.
Así, Hinostroza trata de explicarse el revuelo que causó una crónica que publicó sobre Heraud años atrás. Entender por qué fue tan mal recibida. Luego de un prolongado silencio, concluye: “Los que decidimos no seguir esta aventura absurda fuimos tratados como traidores, despreciados. No la pasamos nada bien”.
Los misiles de octubre
“Aunque lo de las guerrillas no fue lo más duro”, continúa, “sino la crisis de los misiles, en octubre del 62”. Ciertamente, ese 27 de octubre, el mismo día en que Hinostroza cumplía 21 años, el mundo iba a acabarse. Sucede que el Gobierno de Estados Unidos descubrió, el 15 de ese mes, la instalación de misiles nucleares por parte de la Unión Soviética en territorio cubano.
Una semana después, el presidente John F. Kennedy se dirigió a su pueblo para comunicarle su decisión de establecer una cuarentena y un “cerco naval” alrededor de la isla. Cuenta el poeta: “He tenido la oportunidad de leer la correspondencia entre Castro y Kruschev. Castro le pedía que lanzase los misiles. Estaba dispuesto a que murieran todos, que la isla se hundiera con sus cuatro millones de habitantes. ¡Y quería arrastrar a los otros cuatro mil millones que había en el mundo con él!”, narra exaltado. “¡Ni tú, ni mis hijos ni mi nieta hubieran nacido! No le tengo respeto a Fidel Castro desde entonces. ¡Tiene una mente genocida!”.
Debido a esa circunstancia límite, Hinostroza escribió muchos de los poemas de "Consejero del lobo", que había empezado en Lima pero que ganó vuelo y sustancia cuando llegó a La Habana. Como el emblemático “La noche”, embargado de ese clima apocalíptico: “Marcho a la guerra/ Queda contigo/ La piedra húmeda/ del corazón// Marcho a la guerra/ Y así prosigo/ De antepasados/ Sino fatal// Marcho a la guerra,/ Amo tus ojos./ Caigo en la guerra/ Y es el final.// Marcho a la guerra./ Todos han muerto./ No hay culpable,/ Ni a quién juzgar.// Marcho a la guerra/ Precipitada/ Que mis canciones/ No detendrán”.
“Yo no sabía en qué momento había adquirido ese tono, solo tenía claro que no quería hacer lo que mis compañeros venían haciendo en ese momento, casi todos escribiendo al modo español. Cuando lo encontré supe que ahí estaba mi voz. Tuve que desarrollar, ampliar mi registro para abarcar lo que vivía en ese momento. El tono épico de ese libro se debe a que vivíamos una situación épica”. Al preguntarle por sus influencias, Hinostroza mira al vacío y mueve los labios en silencio antes de decir: “A través de Saint-John Perse, Rainer Maria Rilke y T.S. Eliot, pude entrever hasta dónde era capaz de llegar la poesía”.
De vuelta en Lima
A fines de 1964 el poeta vuelve al Perú. Hinostroza sabía que al salir de la isla le quitarían los poemas, como en su primer viaje de retorno. Previendo esa situación, hizo una copia del manuscrito que puso en manos de una amiga, y le pidió que se lo enviara a través de cartas, poema por poema. Luego de algunos meses, cuando tuvo el material completo, decidió reunir a sus amigos para mostrarles qué había estado escribiendo en su periplo habanero. “Vinieron todos los jóvenes poetas de la época: César Calvo —volví a su casa—, Juan Ojeda, Rosina Valcárcel, Carlos Henderson… eran como doce o quince; el más viejo era Juan Gonzalo Rose”. En ese momento Rodolfo salía con una muchacha llamada Gladyz. Con ella ensayó una lectura a dos voces para sus amigos. Estos escuchaban en total silencio. Lo curioso es que se mantuvieron callados también varios minutos después de que el recital hubiera concluido. “Yo esperaba un comentario, alguna reacción, un signo de reconocimiento, algo. Les pregunté qué les había parecido y no recibí respuesta. Me dirigí a Rose: ‘¿Tú tampoco vas a decir nada?’. Y él, después de una sonrisa incongruente, se marchó”. El resto de la noche brindaron y hablaron de mil cosas: ninguna de ellas tuvo como tema los poemas. Y tuvieron que pasar 40 años para que Hinostroza conociera qué había sucedido en esa reunión. El 2003, cuando apareció la reedición de "Consejero del lobo", con ilustraciones de Fernando de Szyszlo, se encontraba en Lima Carlos Henderson, radicado en
París, e Hinostroza entendió que esa era su oportunidad de saber. “Lo que pasa es que no esperábamos eso. Ahí nos dimos cuenta de que tú estabas jugando en las grandes ligas y nosotros éramos solo calichines”, le confesaría.
Aunque en los créditos de la editorial cubana La Pinta se señala 1964 como el año de impresión (gracias a los buenos oficios de Lezama Lima), "Consejero del lobo" vio la luz en 1965, pero con una condición: el veto exigía que solo circulase fuera de la isla, en los otros países comunistas donde no se hablaba el castellano. Así fue que el primer ejemplar publicado de su libro que Hinostroza tuvo entre sus manos llegó de Checoslovaquia.
Entonces comenzó la leyenda.