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Tenía 58 años cuando falleció. Se había vuelto sordo del oído izquierdo en 1932, cuando un miembro de la guardia civil, al encontrarlo después de haberlo perseguido por participar en la revolución aprista de ese año en Trujillo, lo amedrentó disparando al lado de su oreja. Había perdido en Chile, durante el exilio, un pulmón luego de una larga batalla contra la tuberculosis, además de sufrir una embolia que le dejó ciego por diez horas. Perdió, tras su regreso definitivo a Lima, tres cuartas partes de su estómago por una úlcera. Ciro Alegría no llegaba a la muerte sin preparación: la había vivido y temido, intensa y largamente. Sin embargo, nunca dejó su buen humor. Ni dejó de escribir. Ciro Alegría nunca dejó de ser Ciro Alegría.
Vivió 23 años de su vida en exilio, luchando contra su propio cuerpo y la amenaza de la pobreza mediante el trabajo duro, escribiendo siempre (sin importar si eran sus cuentos y novelas, artículos periodísticos o la historia del ron Bacardí). Si ese es un aspecto de su biografía que la mayoría de lectores contemporáneos no asocia con él, es comprensible: aun habiendo vivido en Chile, Estados Unidos, Puerto Rico y Cuba, Alegría llevó siempre consigo la tierra en la que nació, y es ese el recuerdo que revive perpetuamente en sus novelas más famosas.
—Iniciación en la tristeza—
Ciro Alegría en la librería del legendario librero y editor peruano Juan Mejía Baca. (Créditos: Archivo Histórico El Comercio)
Acababa de empezar el año 1926. Ciro Alegría Bazán, enterado de la enfermedad de su madre, cruzó los Andes a caballo desde la ciudad de Trujillo hasta la hacienda Marcabal Grande, cerca de Huamachuco. Ahí, en la propiedad familiar, había pasado su infancia no solo aprendiendo a nadar, a cabalgar y a tirar el lazo, sino también a trabajar la tierra junto a los peones de la finca, a escuchar sus historias y sus canciones. Cuando llegó esa vez se enteró de que sus padres ya se encontraban de camino a Trujillo. Los días previos a la operación, le enseñó a su madre “un cuento y algunos versos” y le confesó, con 16 años, que quería ser escritor. Herminia Bazán le respondió que ya lo sabía: había bastado con escucharle contar historias desde pequeño. Su madre moriría poco después, lo que sería para él el momento más doloroso de su vida.
“El escritor, el novelista, es siempre directa o indirectamente autobiográfico”, afirmaba Alegría. En su caso es evidente: su narrativa fue fiel a su propia experiencia. En su cuento “La ofrenda de piedra” se escuchan los ecos innegables de su primer viaje a la ciudad de Trujillo, en el que la educación en las costumbres y creencias de viaje de mestizos e indígenas fueron un preámbulo necesario para su educación formal. Para ese entonces ya había leído más de lo que podría esperarse de un niño de primero de primaria: su padre le había enseñado a leer y escribir cuando tenía cinco años, y durante los siguientes se sumergió no solo en Las mil y una noches, sino también en obras que fijaron de forma irreversible su compromiso con la realidad nacional: El Perú de Antonio Raimondi, Pájinas libres de Manuel González Prada (libro que hería su “optimismo de niño”) y Tradiciones peruanas (que disfrutaba, aunque encontraba ese ambiente limeño y virreinal muy lejano de su vida en la hacienda). Pero, por sobre todos ellos, leía con avidez a Abelardo “El Tunante” Gamarra Rondó, un costumbrista que, a decir de José Carlos Mariátegui en su ensayo “El proceso de la literatura”, se trataba del “escritor que con más pureza traduce y expresa a las provincias”.
Parecía inevitable. No solo había nacido en un caserío llamado Quilca, que en quechua significa —entre otras cosas— escritura, sino que desde su niñez llegaban a la hacienda a refugiarse indios perseguidos, quienes le contaban historias de injusticia y rebeldía. Entre ellos hubo un comunero llamado Gaspar, quien luchó contra un gamonal que le había arrebatado las tierras a su comunidad, y quien se volvería la inspiración para Rosendo Maqui, protagonista de El mundo es ancho y ajeno. Su padre, hacendado generoso y admirador de González Prada, no era precisamente el modelo de hacendado que aparecería luego en sus novelas. Su abuelo, mujeriego y abusivo, sí lo fue. Se cobijaría en las historias y canciones populares de su abuela materna, una mestiza, hija ilegítima del padre de su abuela paterna, para expiar esa culpa familiar. Muchos años más tarde, en 1965, declararía en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos, en Arequipa, identificándose en un “nosotros” que incluía a escritores como José María Arguedas y Oswaldo Reynoso: “Nuestras novelas, yo creo, tienen ese sentido de denuncia, de acusación y de adhesión; son por eso fundamentalmente, con muy pocas excepciones, actos de revalorización del pueblo, pueblo al que los novelistas han levantado y destacado, anticipándose, como siempre, al proceso político de justicia que ya está llegando, y que será más pleno en el futuro”.
Si Ciro Alegría ya había aprendido a relacionar la narración con la búsqueda de justicia, el momento en que aprendió a sentir esa búsqueda como una nostalgia telúrica, como una tristeza tierna pero feroz, sería en su primer día en el colegio, contemplando a su profesor: un joven César Vallejo. Relató la experiencia en el sexto número de la revista mexicana Cuadernos americanos: “Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en la vida que dejé atrás”.
A los 16 años, poco después de la muerte de su madre, Alegría escapó a Lima junto a un amigo del colegio, convencido de que debía estar en la capital para ser escritor.
Su amigo se regresó al norte de incógnito en un barco vaporero al tercer día, cuando se acabó el dinero para el hospedaje. Alegría comenzó a dormir, entonces, en una banca del zoológico. Al día siguiente, sin tener qué comer, entró a la biblioteca del lugar para distraerse. Ahí descubrió los Cuentosandinos de Enrique López Albújar, en los que vio un camino hacia el tipo de literatura que necesitaba escribir. Volvió a Trujillo cuando un tío suyo lo encontró por casualidad en las calles del centro de la capital.
—Retrato del artista como un joven militante—
Julio, 1966. Ciro Alegría, presidente de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas, conversa con Pablo Neruda el día que lo condecoraron con la Orden del Sol del Perú por su poema “Canto a Machu Picchu”. (Créditos: Archivo Histórico El Comercio)
Conmovido por Vallejo y por las dificultades de los indios por defender sus tierras, tomando en cuenta su rebelde adolescencia y la convulsa atmósfera de los años veinte, resultaba inevitable que Ciro Alegría incursionara en política. Escribía poemas vanguardistas y notas para un diario juvenil donde criticaba a Leguía. Se reunía en la cantina La Gaviota y se hizo cercano al ya consolidado Grupo Norte, antes conocido como la bohemia trujillana. Entre ellos estaba Antenor Orrego, viejo aprista quien, llevándose bien con el muchacho y encontrando su diario El Norte al borde de la bancarrota, decidió contratarlo para pagarle poco y que trabajara mucho. Así lo hizo Ciro Alegría, desde sus 18 años. Al poco tiempo ya formaba parte del Apra. Con los años, se volvería uno de sus mayores críticos, denunciando su actitud acomodaticia y sus virajes ideológicos. Pero en ese momento, en el que el Apra era un movimiento socialista, él estaba convencido.
Años después, en Estados Unidos, se lamentaría del hecho de no poder ser más que un profesor temporal y dictar cursillos (que no le daban para sobrevivir) debido a que no tenía título universitario. En 1931 había ingresado a la Universidad de Trujillo. A finales del mismo año, el Apra planeaba una revolución. Con tan solo 21 años, Alegría era ya parte del comité ejecutivo del partido, así que dirigió la revolución de Cajamarca, a inicios de diciembre de 1931. El intento fracasó y fue apresado en la cárcel de Trujillo. Fue torturado. Sin embargo, cuando estalló la revolución de Trujillo en 1932, fue liberado por sus compañeros para continuar con la lucha. Cuando fueron derrotados por un ejército cuatro veces superior, Alegría logró escapar hacia Shicún, a las orillas del Marañón, donde en ese entonces vivía su padre, víctima de una malaria crónica. Tuvieron que escapar: las fuerzas perseguidoras lo habían seguido. Así, Ciro Alegría, su padre enfermo, un indio balsero llamado Pancho y una cocinera llamada Rume se subieron a un bote para navegar el Marañón. Se alimentaban de lo que podían cazar, y en esa aventura Alegría aprendió a amar y a temer el Marañón, la principal fuerza que recorre su primera novela, La serpiente de oro. Poco después regresaron a la casa de Shicún: el peligro parecía haber pasado, pero su padre había empeorado. Alegría no pondría en peligro a su padre. Al poco tiempo llegó su tío, también perseguido político, Néstor Alegría, y juntos cabalgaron en dirección a Ecuador. Pero la guardia civil los perseguía, y les dio el alcance abriendo fuego mientras que ellos huían a una quebrada. No dieron en el blanco, pero estuvieron a punto de hacerlo cuando los encontraron entre la maleza. “¡No disparen, nos rendimos!”, gritó Néstor Alegría, y le hicieron caso, no sin antes llenarles de insultos y amedrentar a Ciro disparando un revólver a la altura de su oreja izquierda, como ya se contó, dejándolo sordo de ese oído por el resto de su vida.
Entonces los llevaron a la ciudad de Celendín, en Cajamarca. Querían fusilarlos. El subprefecto, el pueblo entero, se opuso. Los visitaban en la cárcel, les llevaban ropa, zapatos, cigarrillos. Ellos también estaban hartos de Leguía. No los mataron.
Entonces los llevaron a Trujillo. Estuvieron a punto de fusilarlos otra vez (ya todo estaba listo) cuando un pariente en el poder se enteró de la situación y pudo evitarlo a tiempo. Eso no los salvó de la condena a diez años en la penitenciaría de Lima.
Ciro Alegría narra su experiencia en prisión en su novela póstuma El dilema de Krause, donde el único personaje que mantiene su nombre es el propio Frank Krause, un alemán culto que se volvió un nuevo mentor, con el que pasaba horas conversando sobre textos clásicos. Si algo positivo se puede decir de un lugar donde le hicieron dormir en un colchón manchado por la sangre vomitada por un tuberculoso, es que fue donde forjó su identidad como novelista. “Todo lo que me cuentas es pura novela. Escríbela”, le decía Krause. Y eso haría a partir de 1954, desde el exilio en Chile.
—El perro en el exilio—
Ciro Alegría conversando con Nicomedes Santa Cruz durante la presentación de la obra "Los bufones" en la Asociación de Artistas Aficionados.(Créditos: Archivo Histórico El Comercio)
“Si es así, depórteme; no querrá usted que me pudra en prisión”. Era 1934, solo hacía un año le habían liberado de prisión (ocho antes de lo previsto), gracias a una amnistía promulgada por Óscar Benavides al llegar al poder. Pero Alegría había participado de nuevo en un intento revolucionario en El Agustino. El prefecto Jorge Meave era un amigo de la familia, y le dio, por tanto, la opción del exilio.
Llegó a Chile el día de la muerte de Chocano, y siguieron para él pequeñas muertes.
No podía conseguir trabajo y se desanimó. Contaba con el apoyo de Rosalía Amézquita, una prima que había ido a visitarlo todos los fines de semana en la prisión, hasta que se enamoraron. En Chile se convirtió en su primera esposa. Su oportunidad llegó cuando participó, en 1935, en un concurso literario nacional, donde pudo verter sus experiencias en el Marañón en la novela La serpiente de oro.
Su éxito literario y su bienestar físico parecían no ponerse de acuerdo. Y, sin embargo, Ciro Alegría trabajó intensamente. Luego de ganar el concurso, se le abrieron las puertas del trabajo en el medio editorial. Hacía traducciones para una casa editora. Para otra, corrección de estilo. En medio del trabajo, lo atacó entonces una embolia que le obligó a internarse por meses. Tuvo que volver a aprender a hablar, y, para eso, le recomendaron volver a escribir. Los ladridos de unos perros le recordaron a los de la hacienda y las historias que contaba su abuela de la época de sequía. Y así, luchando con cada palabra, escribió Los perros hambrientos.
Su gran apertura al mundo fue con El mundo es ancho y ajeno. La escribió en solo cuatro meses, subvencionado por un grupo de amigos y admiradores que le daban una mensualidad para que pudiera dedicarse a escribir. La ocasión era el Concurso Latinoamericano de Novela, impulsado por una editorial neoyorquina. Alegría la terminó cuando amanecía el último día de la admisión y logró enviarla. Su vida entonces cambiaría radicalmente.
Ganó el concurso y lo llevaron a Estados Unidos a recibirlo, de donde no pudo regresar porque poco después ese país se vio envuelto en la Segunda Guerra Mundial. Dictó cursillos, tradujo guiones de películas, trabajó en la revista Selecciones. Escribió furiosos artículos políticos contra el nazismo, contra el fascismo, totalmente a favor de la labor de Estados Unidos por frenar su avance. Rechazó una traducción de El mundo es ancho y ajeno al alemán, que se había vuelto un bestseller en Estados Unidos. Estaba convencido de que la traducción servía a fines políticos: pretendían dar a entender a los peruanos, a los latinoamericanos, que se interesaban en su cultura para que lucharan contra Estados Unidos.
En Cuba se asentaría desde 1953 hasta 1957, tras enamorarse de la isla en un congreso dedicado a José Martí, y de una de las alumnas que asistieron. Para ese entonces ya se había divorciado de su segunda esposa: en Estados Unidos se había separado de Rosalía (madre del dramaturgo Alonso Alegría) y casado con Ligia Marchand, una portorriqueña de carácter fuerte de la que se alejó al poco tiempo. La alumna cubana era la joven poeta Dora Varona, una admiradora suya que sería su tercera esposa y se volvería, en su viudez, la editora de sus textos póstumos y su biógrafa. Asentados en Cuba, vivieron en carne propia la guerrilla de Fidel Castro. Alegría se dolía por las muertes civiles, pero simpatizaba con los guerrilleros. Su tercera hija, la primera con Varona, nació entre disparos.
—Vuelta al Marañón—
Nadie puede decir que Ciro Alegría volvió a Lima “a morir”. Tras regresar de forma definitiva, en 1960, debido a la situación política cubana, Alegría no solo participó activamente de congresos nacionales (como el ya mencionado Primer Encuentro de Narradores Peruanos, en 1965), sino que incursionó nuevamente en política, con Acción Popular. Publicó incluso su colección de cuentos Duelo de caballeros el mismo año que ganó una diputación en Lima. A pesar de que la piratería no le dejaba vivir de la venta de sus libros, las cosas habían conseguido, finalmente, cierto orden.
Dos días antes de su muerte, en su casa de Chaclacayo, el rumor del Rímac le recordó al Marañón de su juventud. Escribió un pequeño texto, donde evocaba cómo, cuando tenía cinco o seis años, vio junto a su padre un cadáver, fluyendo apaciblemente por la corriente del río. La vida de Ciro Alegría, como el mismo Marañón, fue tumultuosa, intensa y peligrosa, pero, cuando es reflejada por la luz de sus obras, brilla con un dorado indescriptible. Alegría llevaba dentro de sí la serpiente de oro, y la navegó sin miedo hasta el último remanso.

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