“Hay que suponer que estos artistas están locos o privados del más mínimo sentido del pudor. Su obra es el más perfecto absurdo”, decía, desconcertado, un cronista de la muestra organizada por Wassily Kandinsky en 1910, en Mónaco, y que soliviantó los ánimos de la población local. “El público maldecía y escupía los cuadros”, anotaba el ruso en su diario, sin ocultar su dolor ni resentimiento. “Nadie entiende nada y todos se escandalizan y, sin embargo, se siguen llamando cultos y cosmopolitas”, concluía con amargura antes de abandonar para siempre ese, para él, malhadado país.
Sucesos y comentarios como estos ocurrían con frecuencia en los albores del siglo pasado. Eran los tiempos de las vanguardias en Europa, y poco después en América, y en los que las abiertas hostilidades en su contra estaban a la orden del día, siendo los artistas alemanes los que en las décadas de los 20 a los 40 se llevaron acaso la peor parte, primero a causa del ambiente asfixiante y estéticamente conservador en el que se desenvolvían, y luego por la feroz y vesánica persecución política que se verificara con el surgimiento del nazismo en Alemania. Por tal razón, la muestra “Estaciones de lo moderno”, que hace un tiempo pudo apreciar en Berlín y que abarcaba los años comprendidos entre 1910 y 1970, ha sido tal vez una de las más significativas en el Viejo Mundo.
Kandinsky, Chagall y Klee
En aquella exposición había veinte muestras que hicieron época. Algunas de las muchísimas obras presentadas no se veían desde ese entonces, celosamente custodiadas como estaban en colecciones privadas europeas y americanas. Pero una buena parte de las obras originales por desgracia se han perdido: o bien destruidas por la iconoclasia nazi o por los bombardeos de 1945, aunque simplemente habrían desaparecido como por ventura o maldición. El esfuerzo filológico-arqueológico de Joern Merkert y Ursula Prinz, entre otros curadores, permitió superar grandes problemas de documentación y reconstruir el itinerario de las obras en distintos países.
En su inestimable investigación, se reconstruye el entorno cultural y el rol de los protagonistas del arte moderno en los diferentes momentos históricos, no solo de artistas sino además de galeristas y auspiciadores. Bernhard Koehler, industrial berlinés, es apenas un ejemplo de los primeros mecenas del siglo XX. Fue el único que compró, por simpatía y solidaridad, un cuadro de Kandinsky (Impresión de Moscú) durante la primera muestra del célebre grupo Der blaue Reiter (El Jinete Azul), en 1911. Dos años más tarde, el ruso, acompañado del coleccionista amigo, llegó a Berlín con un ambicioso proyecto: promover una confrontación entre los mayores artistas de la vanguardia europea. Con el decisivo apoyo de Herwarth Walden, editor y propietario de la galería Der Sturm (La tormenta), y cuatro mil marcos alemanes cedidos por Koehler, Kandinsky logró organizar una excelente muestra (reconstruida parcialmente hace tres décadas). Participaron noventa artistas, entre los que figuraban Chagall, Delaunay, Feininger, Boccioni, Rousseau, Macke y Klee, ni más ni menos.
El internacionalismo (hoy tenemos globalización) era una de las mayores obsesiones de la época. El ideal de una Europa unida parecía garantizar una actualidad necesaria a todas las experimentaciones artísticas, de lo contrario se corría el riesgo de ser tachado de “provinciano”. La muestra, empero, fue todo un escándalo, además de un fracaso comercial. Koehler tuvo que apresurarse para conseguir unos veinte mil marcos (una pequeña fortuna, entonces) a fin de pagar los costos del catálogo y de los gastos de envío. Pese a ello, el industrial se las arregló para enriquecer su colección con un cuadro de Feininger (Casa de Montmartre). Al final, su galería perecería irremisiblemente en uno de los bombardeos aliados de 1945.
Eugenesia y degeneración
Uno de los artistas que ocupa un lugar preferencial en la monumental muestra de Berlín es George Grosz (1893-1959), considerado como el cronista crítico social y revolucionario más importante de su época. Es Grosz quien en la década de 1920 se liga a los pintores de la Neue Sachlichkeit (Nueva objetividad). A despecho de la mayor comprensibilidad de las obras pertenecientes a esta corriente plástico-literaria, dichas obras fueron para la República del Weimar de la posguerra una denuncia no menos elocuente que las del movimiento Dadá, el cual desde un inicio fue perseguido y vituperado.
La absoluta falta de alegría, así como la soledad de los personajes era índice de un sutil desfase espiritual que no podía agradar a las clases dominantes. De ahí que casi todas estas obras y artistas fueran tachados de Entartete Künstler (artistas degenerados) por el régimen.
Con el advenimiento del nazismo, las obras de arte empezaron un increíble y accidentado viaje. Mientras que en Mónaco se organizaba la Gran Muestra del Arte Alemán según la iconografía y la ideología nazis, la política de “purificación cultural” conducía a la confiscación de 16 mil cuadros, muchos de los cuales sirvieron al montaje de la muestra itinerante Arte degenerado, que fue vista por más de dos millones de personas, tal vez cifra récord hasta ahora jamás superada (¡y eso que estuvo vedado el ingreso a menores de edad!)
Después del evento, miles de cuadros terminaron siendo fichados, al igual que presos políticos, y apilados en una enorme y destartalado granero de Berlín. Algunos visitaron sucesivamente subterráneos de bancos, buhardillas, garajes, depósitos y, durante los bombardeos, hasta minas de carbón. Como triste y a la vez maravilloso ejemplo de este desaguisado, es el descubrimiento que se hizo en 2012, en Múnich, de 1280 obras maestras de Picasso, Renoir, Matisse, en la casa de Cornelius Gurlitt, hijo de Hildebrand, comunista y con un cuarto de sangre judía, uno de los cuatro marchantes de arte oficiales de Hitler. A todo esto, se ha establecido que en la lista de los numerosos proveedores al Führer de “obras infectas y decadentes” figura ni más ni menos que el nombre de la actriz Marlene Dietrich, quien las compraba exclusivamente para él…
Hasta que cinco mil lienzos fueron destruidos públicamente en bárbaro aquelarre el 20 de marzo de 1939. El resto habría emigrado a Venezuela o a Estados Unidos, o bien se habría esfumado por arte de magia para solo ir reapareciendo a partir de la década de 1960 hasta nuestros días de pandemia. Por cierto, Hitler -pintor frustrado que dos veces fuera eliminado en sendos exámenes para ingresar a la Academia de Bellas Artes de Linz-, pese a los desmanes y saqueos que ordenaba, tampoco llegó a ser dueño de la pinacoteca más grande, rica y hermosa del mundo que desde niño había anhelado.
(Rei-)Vindicación de lo humano
Ferdinand Moeller, galerista berlinés, escondió durante la dictadura centenares de pinturas “degeneradas”, sustrayéndoselas así al Tercer Reich. Después de la guerra, este y otros patrimonios públicos y privados sirvieron para recuperar el rastro de la vanguardia alemana, y en especial el del expresionismo de la tercera etapa (Grosz, Dix, Schmidt, Rottluff…).
Si bien las ciudades se hallaban aún en escombros, el movimiento cultural era por demás notable: ya en 1945, en Alemania se organizaron 23 muestras y 61 al año siguiente. En el ínterin, se afirmaban nuevas corrientes como la Non Objective Painting -en tanto respuesta a la Neue Sachlichkeit, arriba mencionada-, la cual influyó fuertemente a los artistas europeos justo en tiempos en que el realismo socialista se hallaba en pleno auge en la Unión Soviética.
De otro lado, grupos de pintores abstractos occidentales, como en Zen 49, fueron financiados directamente por los norteamericanos. En 1951, la muestra Pintura norteamericana de hoy y mañana presentó por primera vez a la Action Painting (la de Pollock) en Alemania, al tiempo que el tachismo causaba fugaz furor en Francia. Fue más bien Klaus Franck el que en Alemania realizó una importante labor de promoción de las vanguardias europeas, hasta el punto de montar más de sesenta muestras, incluida la de Quadriga, primer grupo informal alemán.
A pesar de cierta improvisación y de su nulo éxito comercial, esta iniciativa constituyó el primer intento serio de ligarse a las tendencias más recientes, en la que se irá definiendo cada vez mejor la primacía de Estados Unidos, consagrada finalmente en la Documenta de Kassel de 1969, con el triunfo de la muestra Nuevo arte norteamericano. Lo que viene después es ya historia conocida en la que la civilización -o lo que queda de ella, si alguna vez lo hubo-, no termina aún de abrirse paso por entre el traumático recuerdo de la barbarie y el patente peligro de perder de nuevo el rumbo, sea por negligencia o por enteco y letal olvido.