Los  caprichos de la razón, lo nuevo de José Güich Rodríguez
Los caprichos de la razón, lo nuevo de José Güich Rodríguez

Motivos. Todos cuentan con alguno. El Consejo, quien los tuvo para enviarme a un lugar tan poco estimulante en cuanto supimos dónde estaba el fugitivo. Los esgrimió X para ocultarse entre bárbaros. Los justificaron sus cómplices en la huida de Reconfiguración y a quienes ya han castigado con todo el rigor de las leyes por su insensata complicidad. Pero yo soy el único que no puede mostrarlos; recibí las órdenes porque consideran que soy el especialista más capacitado en tales tareas. Mis motivos, si existen, se limitan al cumplimiento estricto del deber. Ha sido un viaje tedioso, pero ya estoy aquí, adaptándome a las nuevas condiciones. Quizás X decidió con detalle que fuese precisamente en este rincón olvidado, árido, y no en otro; sabía que yo, su viejo colaborador, vendría; nadie más. Me espera. Nada modificará el curso de los acontecimientos.  Hay desafío en sus actos, pero lo encontraré y nada impedirá que si por voluntad propia no accede al retorno para dar cuenta de sus actos, procederé sin vacilaciones a la suspensión. Eso lo sé yo; lo sabe el Consejo, aunque no estoy seguro de si en medio de sus arrebatos idealistas, X tiene conciencia plena de las consecuencias de esta aventura con un final ya escrito. 
     Mi hipótesis de que seleccionó este destino por un motivo específico (y no al azar), más allá de sus ensoñaciones primitivistas, es consistente; espero no modificarla. Dadas las condiciones imperantes, hallarlo será muy fácil (hasta un aprendiz lo haría, pero nadie desea correr riesgos innecesarios frente a la opinión ciudadana). Él mismo dejó un rastro casi imperceptible. Quiere ser descubierto. No obstante, con X no es factible anticiparnos. Ni siquiera existen interferencias que logren confundir a los instrumentos, pues estos humanoides carecen de tecnología avanzada. Solo debo aguardar a que los rastreadores hagan su trabajo, aunque en algún momento tendré que abandonar el refugio y mezclarme entre los bárbaros (algo que me sigue repugnando: ya me he inoculado todas las defensas orgánicas de rigor contra sus enfermedades). X  se ha ocultado entre ellos; aun así, tendrá que consumir mucha energía para infiltrarse; cuando esta se agote, la pantalla que lo protege desaparecerá y su clave genética saldrá a relucir. Solo tendré que buscarlo, leerle la Carta de Derechos y si aún conserva algún criterio, me acompañará de regreso sin ofrecer más resistencia que sus principios. Todo parece marchar por la vía correcta. [...]


6 de diciembre de 1824 
(Cerca de la medianoche) 
El general no ha conciliado el sueño en los últimos días. Le cuesta cerrar los ojos y perderse en la nada. Lo atribuye a lo inminente de la batalla que, con su gran experiencia, es capaz de olfatear en la atmósfera ¿Por qué él, conductor de decisivas acciones desde que comenzó la guerra, bautizado en sangre y fuego a lo largo de tanto tiempo, no logra evadir esa sensación de desasosiego que altera todos sus ritmos vitales? Ha logrado mantener a la tropa organizada, es cierto, pese al desastre del 3 de diciembre, en Matará: quinientos hombres menos frente a las ya descorazonadas pero aún poderosas huestes monárquicas. Por lo menos, supo que los realistas estaban algo famélicos, pues sus líneas de abastecimiento han sido cortadas y ningún pertrecho llega desde el Cusco. [...]
     No los ve todavía, pero sabe que llegarán. Y en unos cuantos días, ese campo se cubrirá de muertos para rubricar de una vez por todas un lento eclipse: el Antiguo Régimen se desploma sin remedio en América, aunque todavía falta ese último eslabón de la cadena que su Jefe y él han construido poco a poco desde Pichincha, luego Junín y ahora este reducto en medio de las sierras del Perú, que aguarda ahora la cuota de sangre exigida sin clemencia en épocas de revolución. Está alterado y dicen que eso  provoca insomnio. Por lo menos, es el comentario de su médico de cabecera, quien le ha recomendado descanso, pero él insiste en planificar la estrategia en largas reuniones con su Estado Mayor. No deben otorgarse ventajas de ningún tipo, le replica al experimentado doctor, un tipo inteligente, por el cual tiene mucha simpatía. A cuatro leguas de camino se encuentra el pueblo de Huamanga, donde el argentino Arenales proclamó la independencia en 1820, con sus iglesias y artesanos, casonas, sus residentes notables y viejas familias. Es una población dividida entre su adhesión a la Corona y a la causa de los patriotas; la balanza, en secreto, parece inclinarse hacia estos últimos, según rumores, pese al férreo dominio que los godos aún ejercen en la ciudad. Ha llegado el momento de concentrarse en los objetivos para los cuales llegó hasta luego de la paliza en regla que les dieron a los realistas en Junín cuatro meses antes, ese 6 de agosto que ahora parece tan lejano, como si hubiesen transcurrido años y años de ese episodio. Solo lanzas y espadas, rezarán las probables crónicas sobre la batalla… pero aquí, será como colocar todos los ases disponibles en un juego de baraja. Ya no quiere mirarse al espejo para el rasurado de costumbre. Cada día se ve a sí mismo como un viejo, a pesar de que ni siquiera ha cumplido los treinta. Esos limeños amanerados y palaciegos son los culpables, con sus intrigas y veleidades. Ellos han propiciado que luzca como un hombre acabado. De no haberlo convencido su Jefe para ocupar de manera provisoria el Gobierno de la nueva república, jamás habría tenido que soportar a la mayoría de esos  sujetos, proclives a la lisonja, al arribismo y a la traición. Limeños. A San Martín deben de haberlo vuelto loco. Pobre hombre. Cruzar la cordillera  para limpiar de realistas Chile y el Perú, y darse de bruces con semejante olla de grillos, cucarachas, arañas y otras bestezuelas. Felizmente se liberó de ellos, dejando a uno de los aristócratas locales en el puesto (que se las arreglen solos);  ahora está donde sí se siente útil, por obra del destino: al frente del Ejército del Sur, delegado por su Jefe para echar de una vez por todas a los monárquicos de estas tierras.

Vida & Obra
José Güich Rodríguez 
(Lima, 1963)
Estudió Literatura en la PUCP y se formó como investigador en Argentina. Es autor de los libros de relatos "Año sabático", "El mascarón de proa,""Los espectros nacionales" y "Control terrestre"; y de las novelas "El misterio de la Loma Amarilla" y "El misterio del Barrio Chino". Ha ejercido el periodismo. Actualmente es profesor en las universidades del Pacífico y de Lima.

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