No existe un censo del Perú correspondiente al año 1839. Pero hay uno, muy discutible en cuanto al procedimiento empleado, que se hizo en 1836 y que, asimismo, un cálculo presumiblemente más exacto, sobre la población de Lima en la misma fecha. Este último es el siguiente: Hombres: 29.416 (criollos blancos: 9.243; indios: 2.561; mestizos: 11.771; esclavos: 2.186; eclesiásticos: 475). Mujeres: 29.212 (criollas blancas: 10.170; indias: 2.731; mestizas: 12.355; esclavas: 3.606; eclesiásticas: 350). Total: 58.628
Si se compara las cifras antes reproducidas con las de años anteriores, es fácil constatar una tendencia a la baja. La población de Lima fue, según datos oficiales, de 54.000 habitantes en 1754, de 52.000 en 1793, de 87.000 en 1810, de 70.000 en 1826. Y la misma característica se acentuó en los años siguientes a 1836, pues se estimó que los 54.600 de ese año fueron 53.000 en 1842.
Estaba ocurriendo en Lima y en el Perú un fenómeno universal de “primitivismo demográfico” que en el siglo XX ha cambiado radicalmente. Alfred Sauvy en su notable libro L’Europe et sa population (París, 1955), señala algunos de los caracteres esenciales de este proceso que, con algunas variantes, también se cumplía en América. La vida media en aquel continente no alcanzaba los 30 años. La elevada mortalidad compensaba la elevada fecundidad. Un niño de cada cinco moría en el primer año, un hombre de cada dos moría niño. Las guerras, el hambre, las enfermedades habituales, las epidemias hacían estragos. La agricultura era rudimentaria y, además, de dar escasa producción a la tierra, exigía el descanso permanente de una parte del suelo arable. La medicina no llegaba a ser todavía una ciencia.
La revolución demográfica
Dos factores esenciales contribuyeron en todo el mundo a una revolución demográfica. Uno de ellos fue el avance de la técnica agrícola. Acompañado por la introducción de nuevos cultivos, permitió abandonar poco a poco el sistema del barbecho y aumentar los rendimientos. Fue un proceso de larga duración que arrancó el descubrimiento de las plantas leguminosas y forrajeras realizado por los agricultores ingleses a mediados del siglo XVIII. El otro elemento decisivo estuvo vinculado al adelanto de la ciencia médica, uno de cuyas fases fue el descubrimiento y la divulgación de la inoculación que quitó malignidad a las enfermedades infecciosas. La lucha contra la muerte alcanzó así algunos notables éxitos, especialmente contra la muerte de los recién nacidos.
No se ha hecho todavía la historia de la vacuna antivariolosa en el Perú. Empezó en los últimos días coloniales con la llegada de la expedición que España enviara bajo la jefatura de José Salaverry, en 1805, durante la administración del virrey Gabriel Avilés. La guerra de independencia y sus secuelas hicieron posponer este problema. Eduardo Carrasco escribió en la Guía de Forasteros para 1848: “La disentería, tisis, fiebres y viruelas son las enfermedades que abundaron más el año anterior sobre todo en los últimos meses, especialmente la viruela que se ha propagado con exceso en toda la costa, desde que el año 1838, ya casi extinguida, volvió a cundir en el país por las tropas chilenas que vinieron plagadas de esta terrible epidemia”. Esto se publicó cuando ya habíase reanudado el gran combate contra ella mediante el decreto de 5 de febrero de 1845 y la ley de 24 de noviembre de 1847 que no debieron tener aplicación muy segura cuando la misma enfermedad se extendió rápidamente entre 1859 y 1851 y vino la acción conjunta de Gobierno y la Facultad de Medicina.
A los males periódicos de las epidemias uniéronse los de las enfermedades endémicas. Pero, además, la demografía peruana del siglo XIX pagó un tributo considerable representado por las bajas en las contiendas internacionales y civiles. Aparte de los caídos en el campo de batalla o en escaramuzas diversas, hubo los fusilados, los que murieron de penalidades, los que no soportaron las campañas, los abortos, etc.
Lima en 1839
Entre Lima y Callao se viajaba en 1839 en diligencias que salían del puerto, cuando los tiempos eran normales, a las 8 a.m. y a las 4 p.m. Recorrían ellas el trayecto de dos leguas en una hora y media. La capital conservaba sus murallas con nueve portadas de las que seis funcionaban: Maravillas, Barbones, Cocharcas, Guadalupe, Juan Simón y Callao. Las otras habían sido emparedadas: Martinete, Monserrate y Santa Clara. Bandoleros y montoneros infestaban los caminos del Callao, Chorrillos y Cerro de Pasco.
Como en los últimos días coloniales, la capital según la Guía de Forasteros, tenía 46 barrios, 211 manzanas, 419 calles, 10.605 puertas (de las que 3.375 correspondían a casas y las restantes a solares, tiendas, cocheras, pulperías, callejones y tambos). De las casas, 1.267 hallábanse dedicadas a objetos religiosos, 358 pertenecían a la Beneficencia, 122 al Estado y 8.750 a particulares. Los conventos y monasterios ocupaban una cuarta parte del área urbana. Había 130 serenos, 73 soldados de infantería de policía y 22 de policía montada.
Las iglesias y capillas públicas eran Desamparados, Espíritu Santo, Caridad, San Andrés, San Antonio Abad (anexa al Colegio de San Carlos), Nuestra Señora de las Cabezas, San Lorenzo, el Señor del Baratillo, Nuestra Señora de Cocharcas, Naranjos y Consolación del Cercado. El clero regular masculino hallábase repartido en los siguientes conventos: Santo Domingo (con 75 sacerdotes), la Recoleta Dominicana (con 16), San Francisco (con 40), Descalzos (con 24), San Agustín (con 51), La Merced (con 30), San Juan de Dios y Betlemitas (con 16). Monjas había en La Concepción (41), Descalzos de San José (24), Encarnación (26), Santa Clara (31), Santa Catalina (23), Santísima Trinidad (22), Capuchinas de Jesús María (18), Carmen Alto (16), Prado (11), Nazarenas (17), Santa Rosa (16), Trinitarias Descalzas (17), Mercedarias (14). Además, funcionaban cuatro beaterios. La vida entera de los habitantes de la ciudad quedaba suspendida por unos minutos cuando sonaban tres campanadas en las iglesias antes de las 9 de la mañana y a la hora del Ángelus en el atardecer.
Los hospitales eran: San Andrés con 387 camas y una sección para los insanos; Caridad para las mujeres, desde 1841 ubicado en Santa Ana; San Lázaro para enfermedades incurables; la casa de los expósitos de Santa Cruz. En la Guía de Forasteros no figura el de San Bartolomé. Estaban registrados 25 médicos, 8 cirujanos y 16 flebotómicos o sangradores, en contraste con 50 abogados.
El año de 1839 fue de guerra civil-internacional y de fundamentales trastornos políticos. Pero en 1840 ya comenzó a tomar el Estado la fisonomía que durante algún tiempo conservó.
Burocracia civil y militar
Los ministerios eran cuatro: Gobierno y Relaciones Exteriores, Guerra y Marina, Hacienda e Instrucción Pública, Beneficencia y Negocios Eclesiásticos. La Presidencia de la República carecía de una secretaría organizada, aunque tenía adscritos cinco edecanes. El Consejo de Estado disponía de siete empleados, el Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores de 10 (algunos destacados de la Secretaría del Congreso), el de Guerra y Marina de 12, el de Hacienda de nueve (aparte de los correspondientes al Tribunal Mayor de Cuentas, la Tesorería General, la Administración General de Correos y la Junta de Crédito Nacional), el de Instrucción Pública, Beneficencia y Negocios Eclesiásticos de cinco.
La República no designó en 1849 ninguna misión diplomática. Había abierto consulados en Valparaíso, Cádiz, Burdeos, Málaga, Coruña, Génova, La Paz, Coquimbo y San Buenaventura. En Lima residían encargados de negocios, cónsules o vicecónsules del Brasil, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Nueva Granada, Chile, Ecuador, Bélgica, México y Hamburgo. Algunos cónsules extranjeros habían abierto oficinas en Arica, Islay, Paita, Callao y Arequipa.
El Poder Judicial se caracterizaba por la diversidad de fueros. El ordinario tenía como órgano más importante a la Corte Suprema con seis vocales y un fiscal. El Tribunal del Consulado, el de Minería y la Curia y el Tribunal Eclesiástico cumplían sus tareas específicas.
Como el director de la Biblioteca Nacional figuraba el ministro del ramo. Los funcionarios de este establecimiento eran el bibliotecario Juan Coello, un conservador, un amanuense y un portero. Estaba abierto todos los días de 8:00 a. m. a 1:00 p. m. y de 4:00 p. m. a 6:00 p. m. Su patrimonio bibliográfico ascendía a 20.502 volúmenes, aparte de los sin uso. El Museo de Historia Natural estaba a cargo de Mariana Eduardo de Rivero. En la Academia de Dibujo, el director era Ignacio Merino y el auxiliar Francisco Laso.
La Universidad de San Marcos seguía viviendo una existencia nominal con cátedras dadas a personas y otras propias de diferentes órdenes religiosas (cuatro a Santo Domingo, dos a San Francisco, tres a San Agustín, dos a La Merced, una a la Buena Muerte). Los estudios humanísticos y jurídicos se hacían, como en los últimos días coloniales, en el Colegio de San Carlos, dirigido entonces por Agustín Guillermo Charún, con seis maestros, 49 alumnos internos y 30 externos. El Colegio de la Independencia, dedicado a los estudios médicos, vivía entonces en profunda crisis.
Todavía no se había abierto el Colegio de Guadalupe. Tres aulas de latinidad, una de ellas con internos, daban acogida a unos 150 alumnos. Los establecimientos gratuitos de instrucción primaria eran el Colegio de Santa Cruz de Atocha de Niñas Expósitas, el de San José de Niños Expósitos, las escuelas dotadas por el Estado y las costeadas por los regulares en sus conventos. Las del Estado sumaban dos para mujeres (la normal de Santa Teresa y la sucursal de San Lázaro que no funcionaba y atendían en total a unas 200 alumnas) y dos para hombres (la normal de Santo Tomás y la sucursal de San Lázaro con unos 400 niños). Cuando los documentos de la época se refieren a escuelas “normales” no parecen referirse a planteles para la formación de maestros sino a cierto tipo de establecimiento de primaria. Los conventos de San Agustín, San Francisco, Santo Domingo y su Recoleta sostenían escuelas gratuitas para hombres.
Llegaban más o menos a 15 las escuelas para ellos costeadas por los concurrentes con un total aproximado de 600 niños. La más famosa era la de Clemente Noel abierta en 1838. Allí se enseñaba primeras letras, religión, gramática castellana, latina y francesa, matemáticas, geografía y música a 50 alumnos).
El colegio de educandas que fundó doña Hortensia Bayer de Nussard en 1830 quedó casi disuelto hasta que en 1838 se reorganizó bajo la dirección de doña Mercedes del Haro con internas y externas. En este plantel se enseñaba doctrina cristiana, ortología y caligrafía, gramática castellana y francesa, aritmética, geografía, mitología, historia, dibujo, bordado en tul y bastidor, música vocal e instrumental y baile. Había nueve escuelas importantes para mujeres costeadas por las concurrentes con un total de unas 250 alumnas.
En el escalafón del ejército se registraban un generalísimo honorario de mar y tierra (José de San Martín), tres grandes mariscales, cuatro generales de división y siete de brigada (el número de estos últimos quedó reducido cuando el decreto de 3 de enero de 1841 declaró desertor a Juan Crisóstomo Torrico). Los cuerpos de infantería eran: el batallón Ayacucho 1º de la Guardia, la Legión Peruana 1º de línea, los Cazadores de Áncash 2º de línea, los Cazadores de Punyán 3º de línea, los Cazadores de Salaverry 4º de línea, los Cazadores de Cusco 5º de línea, el Gamarra 7º de línea y la compañía de infantería de policía de Lima. Los cuerpos de caballería: el escuadrón de Granaderos 1º de la Guardia, los Húsares de Junín 1º de línea, los Cazadores de Lima 2º de línea, los Dragones de la Libertad 3º de línea, los Cazadores de la Independencia 4º de línea, los Lanceros del Perú 5º de línea, los Lanceros de Piura 6º de línea. Había también una brigada de Artillería y un cuerpo de ingenieros. La fábrica de pólvora estaba en actividad. El único barco de pasajeros existente aquel año, la barca Limeña hallábase desarmado. La guardia nacional contaba con tres batallones de infantería y uno de cazadores, el primero de aquéllos llamado el batallón Comercio fue creado por decreto de 6 de noviembre de 1840; y se completaba con dos regimientos de caballería, uno de Lanceros y otro de Carabineros.
Incipiente o embrionaria como aparece la burocracia civil y militar de 1840 en relación con la de épocas anteriores, implicó un notable aumento comparada con la del Virreinato. No faltaron los testimonios de disgusto o de alarma ante la “proliferación” de plazas y sueldos del Estado.