“Eran cinco lobos/ grises como el viento,/ en aquella noche/ sin luna en el cielo./ Abrían sus fauces/ llenas de veneno,/ sobre una chiquilla/ muriendo de miedo. / ¿Era una manada?/ Era el hervidero/ como de jauría/ entre fango y cieno”.
Estamos, según las autoras, ante “un texto en sencillos versos menores” que, sin embargo, se ocupa de un asunto mayor. Estas líneas son parte del poema que las monjas clarisas de Villaviciosa (Asturias) escribieron y presentaron en su página de Facebook el pasado 30 de abril, mostrando su rechazo hacia la sentencia del caso de La Manada, que condenó a solo nueve años de prisión a cinco sujetos por abuso sexual. Cierta sorpresa causó la publicación de este texto, pues se trata de una congregación de monjas de clausura que levantaba la voz públicamente, cosa poco común. Pero ¿que no levanten la voz las condena acaso al silencio?
Lo de las clarisas no ha hecho sino recordarnos que los hábitos y la fe no limitan ni limitaron nunca la capacidad intelectual de las mujeres que eligieron la vida del convento. Son famosos los santos, monjes y sacerdotes que, a través de los siglos, escribieron en prosa y en verso, ya sea a manera de ensayo o de ficción, textos que han pasado a la posteridad por su valor histórico, artístico, filosófico, religioso y hasta político. Los trabajos de sus pares femeninas, sin embargo, salvo raras excepciones, suelen pasar inadvertidos. Historia conocida.
Esta ausencia se debe, según Julia Lewandowska, profesora de la Universidad de Varsovia e investigadora del tema, al monopolio masculino sobre la historia y a la falta de las herramientas adecuadas para estudiar las voces femeninas en el pasado. “Para indagar por las mujeres como autoras en la historia es necesario dejar de utilizar los patrones de la historiografía androcéntrica (supuestamente universal, pero que privilegia las voces masculinas y, por ende, estos géneros y modelos literarios que ellos dominaban) y establecer nuevas herramientas de interpretación. El reto es salir de la lectura de la agencia religiosa femenina vista como marginal y alternativa a un orden oficial de espiritualidad cristiana ortodoxa”, dice.
Diversas eran —y son— las motivaciones de las monjas para tomar la palabra y la pluma. Como señala la doctora Lewandowska, los textos escritos por las religiosas desde el Siglo de Oro hasta el XVIII constituyen un verdadero crisol de heterogeneidad en cuanto a géneros literarios, temas, estilos, métricas, nivel de complejidad y los propios procesos de producción y circulación. “En su conjunto reflexiona sobre un amplio repertorio de temas: desde el adoctrinamiento religioso y la experiencia espiritual personal y colectiva por las ocurrencias políticas, sociales y económicas más actuales; hasta la necesidad de un reconocimiento de autoría, una búsqueda de autonomía e intimidad”, explica. Los siglos XX y XXI trajeron consigo nuevos aires al catolicismo y a la historia de las mujeres dentro de la Iglesia.
—Lírica y alabanza—
Hay muchas formas de recorrer la estela que dejaron las religiosas en su camino de creación cultural. Empezar reconociendo la importancia de la poesía mística, que tuvo su pico en el siglo XVI, es una de ellas. Nieves Baranda, investigadora española, señala que los conventos femeninos de la Edad Moderna fueron grandes consumidores de poesía, no solo para actos litúrgicos, sino también en su rutina cotidiana. “Esta literatura cumple numerosas funciones (celebrativa, didáctica, decorativa, consolatoria, devota y hasta económica), lo que explica su pervivencia y que, al amparo de esta tradición, algunas monjas llegaran a crear una obra con personalidad propia, ya que lejos del pecaminoso orgullo autoral, las creaciones se consideraban al servicio de la comunidad”, señala.
Así reconocemos la génesis de textos como: “Nada te turbe,/ nada te espante,/ todo se pasa,/ Dios no se muda./ La paciencia,/ todo lo alcanza./ Quien a Dios tiene,/ nada le falta./ Solo Dios basta”. Estas palabras inmortales son quizá el poema más conocido de santa Teresa de Jesús (1515 - 1582), monja carmelita reconocida en 1970 como la primera doctora de la Iglesia. Es decir, fue la primera mujer en la historia en ser valorada dentro del catolicismo por su erudición y su ejemplo de fe. Sin ella y su obra es imposible entender el espíritu de creación que animó a las religiosas que le fueron contemporáneas, como la poeta, mística y teóloga Estefanía de la Encarnación, la poeta y erudita María de Santa Isabel, o la mística y teóloga Teresa de Jesús María, todas españolas.
Santa Teresa fue una mujer prolífica que escribió ensayos, versos y prosas. Es cierto que su obra mística de carácter didáctico más reconocida es El castillo interior o Las moradas —una guía espiritual para la oración en la que usa la figura de siete mansiones o moradas, donde cada una de ellas es un escalón en el acercamiento a Dios—, pero también desarrolló una actividad lírica importante. El doctor Guillermo Serés, profesor de Filología de la Universidad de Barcelona, dice de ella que “sus versos son fáciles, de estilo ardiente y apasionado, como nacido del amor ideal en que se abrasaba Teresa, amor que era en ella fuente inagotable de mística poesía. Con todo, de la treintena de composiciones que nos han llegado, siete son de segura atribución y solo dos, quizá tres, nacieron vinculadas al trance místico, o sea, a la necesidad de expresar el amor extático”.
Explica Nieves Baranda que la santa instituyó un espacio, dentro de la rutina carmelitana, llamado ‘tiempo de recreación’. Era un momento en el que se rompía la rutina y las obligaciones precisas y se descansaba en forma comunitaria, compartiendo conversaciones, cantos y demás, con indicación de que no se cayera en temas profanos, chismes o asuntos no religiosos. “La inclusión de la poesía o del canto devoto, aunque no figure por escrito en las reglas, surgió del interés y complacencia que puso en ello la madre Teresa, cuyo anecdotario y carisma se perpetuó por la orden, difundido primero a sus discípulas y compañeras más próximas y luego al resto de conventos, hasta hacer de ello una tradición asentada, bien estudiada por los conocedores de su poesía”, añade.
A pesar de ser reconocida en vida por su inteligencia y su vocación de fe, Teresa de Ávila fue denunciada en dos ocasiones ante la Santa Inquisición, por lo que el tribunal analizó detalladamente su texto autobiográfico El libro de la vida para determinar si era una alumbrada o iluminada, o parte de una secta herética que por entonces estaba muy de moda. Salió limpia de los procesos. Tuvo suerte.
—Letras peruanas de fe—
Caso distinto fue el de santa Rosa de Lima (1586-1617). Aunque naturalmente se le reconocen muchas virtudes, la vocación literaria no figura entre ellas. Rosa Carrasco, investigadora, docente y autora de Santa Rosa de Lima. Escritos de una santa limeña, señala que este es un tema muy poco explorado y se debe, en parte, a que las composiciones líricas de santa Rosa han llegado a nosotros no a través de escritos suyos, pues no los hay, sino de los testimonios que dieron en los procesos de canonización quienes la conocieron de cerca.
“Son personas como don Gonzalo de Maza o doña María de Euzátegui y sus hijas —en cuya casa santa Rosa fue acogida para vivir a plenitud su fe— quienes hablan de los poemas que ella cantaba muchísimo y con una voz muy linda. Las cancioncitas son muy simples, villancicos ‘reescritos’ que provienen de la literatura oral española antigua, que es uno de los cauces del origen de la poesía castellana”, explica.
La literatura oral llega con los conquistadores. Se trata de pequeños textos que traen como parte de su cultura y que son cantados en su día a día. Sin embargo, se trata de letras profanas. Según la doctora Carrasco, el convertir estas canciones a lo divino era una costumbre en España, por lo que no es extraño lo que hace santa Rosa. “Algunos de sus poemas forman parte de esa refundición, pero otros son sus creaciones. Su hermano Hernando una vez le preguntó ‘¿cómo es que tienes tantos cantarcillos y se te ocurren tantas cosas?’. Ella le dijo que cuando se ama —ella amaba tanto a Dios— la letra viene sola”.
Sin embargo, las canciones-poemas de su repertorio (sea por adaptación o por creación) sí resisten un análisis. “Las 12 son dadas,/ mi Jesús no viene/ ¿quién es la dichosa/ que lo entretiene?” es una de ellas. Según Carrasco, lo que hace santa Rosa es aplicar intuitivamente los códigos literarios, se apoya en un conocimiento vivencial y práctico, pues desconoce los principios de la literatura culta. “Estamos ante una frontera que entronca con la tradición popular y continúa su dinámica sin renovar códigos, aunque simultáneamente produce nuevos poemas, uno de cuyos ejes es el tema amoroso, con mil variaciones y motivos”, añade.
Santa Rosa no dejó testimonio escrito de sus creaciones porque a ella no le interesaba la actividad intelectual, sino solo el servir a Dios. En una época en la que las mujeres debían optar por un matrimonio que les asegurase el futuro o entrar al convento y ser monjas, Rosa elige no abrazar ninguna de estas opciones y se refugia, desde su ser laica, en un amor desmedido a Dios que la inspira en todos los aspectos de su vida. Hay algunos escritos de su autoría que se conservan, como cartas, pero su producción surge como una manifestación espontánea y privada de vivencias y actividades propias de su quehacer religioso y sus actividades usuales. Conjugan reflexión, conocimiento, experiencia, sentimiento y decisión que aproximan a la comprensión de su vida religiosa, su entorno social y su sensibilidad artística que brota en una construcción verbal natural, sin alarde.
Aunque santa Rosa no realizó una apuesta por el conocimiento, hubo mujeres que le fueron contemporáneas sí lo hicieron. La doctora Martina Vinatea, investigadora y docente de la Universidad del Pacífico, señala que hay muchos mitos que derribar al respecto. “Se piensa que la mujer no recibió una buena educación, que no tuvo participación en la historia o que esta se reduce a ser anónima y sufriente; sin embargo, a pesar de que no participó en los espacios públicos —tradicionalmente ocupados por los hombres—, su acción se desenvolvió en los espacios privados: la casa y el convento”.
Los conventos fueron sinónimo de calidad en la educación femenina. “Los temas en los que se preparaban respondían a los ideales de la sociedad colonial; es decir, se enfatizaba en la religión y en el manejo de una casa. Esto no significaba que se dejara de lado la cultura general, pues recibían clases de lectura, escritura, aritmética y, en muchos casos, también latín básico, especialmente para que siguieran el rito de la Iglesia. Asimismo, de canto e instrumentos musicales. Por otro lado, es importante destacar que los conventos se servían de las representaciones teatrales como instrumento de educación humanística. Y también se desarrolló el teatro de entretenimiento”, explica Martina Vinatea.
El teatro generó que algunas monjas opten por la dramaturgia. En ese sentido destacó, incluso fuera de las paredes del convento, la capuchina sor Juana María, cuyo nombre real era Josefa Azaña y Llano, nacida en Abancay hacia 1696. El texto más famoso de su autoría que ha llegado hasta nosotros es el Coloquio a la Natividad del Señor, una obra dramática dividida en nueve escenas que es conocida por abordar, entre los versos 1 y 132, los celos de san José. Este trabajo tuvo una amplia difusión literaria tanto en el ámbito culto —mediante obras teatrales— como en el popular —mediante villancicos y romances—. “La principal razón de ello es que se trata de un tema que contiene elementos de intriga que facilitaban la adaptación teatral y qué mejor historia que aquella que toca a la dimensión humana de José: la duda, las sospechas, los celos. Son sentimientos que generan identificación, pues son compartidos por todos los seres humanos. La duda de san José es el motivo que da inicio a las representaciones de la Navidad desde el siglo XV”, señala la doctora Vinatea.
—“Se puede filosofar mientras se cocina la cena”—
Es preciso retroceder un poco más en el tiempo para hacerle justicia a la que es considerada la primera sexóloga de la historia. Se trata de la monja alemana santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), una mujer que no pasó inadvertida en la Edad Media por sus conocimientos múltiples: fue líder monacal, mística, profetisa, médica, compositora y escritora. Habló de la sexualidad femenina sin miedo e incluso describió el orgasmo femenino bajo un enfoque más propio de la actual neurociencia que de la medicina de su tiempo. Sus teorías al respecto están recogidas en diversos textos, pero desarrollados a profundidad en su libro Causae et curae.
Para ella, el sexo no era pecado, sino algo bello y apasionado, e incluso se mostró en contra del papel pasivo que se le atribuía a la mujer, y sostuvo que la mujer también sentía placer. Pero esta no fue la única reinterpretación que santa Hildegarda realizara en cuestiones que involucran a la mujer. En uno de sus textos concluyó que Eva no tenía la responsabilidad del pecado original. Para ella Adán mordió la manzana por culpa exclusiva del demonio que quería torturar a Eva, preso de los celos porque ella, mujer, tenía el único poder que él no poseía: el de dar vida.
Es santa Hildegarda vista como creadora de un protofeminismo, pero no es la única monja que encaja en esta descripción. En esta parte de América tenemos a la mexicana sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), quien al parecer eligió el convento sobre la vocación matrimonial para poder seguir el camino intelectual. “Vivir sola... no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió. Luchó permanentemente por la necesidad de la educación femenina, y aunque es conocida por sus bellos poemas (“¿En perseguirme, mundo, qué interesas?/ ¿En qué te ofendo, cuando solo intento/ poner bellezas en mi entendimiento/ y no mi entendimiento en las bellezas?”), desarrolló una variada actividad intelectual escribiendo ensayo, teatro, filosofía, estudios musicales... y, más allá, hasta experimentos científicos. Su biblioteca reunía más de cuatro mil volúmenes de los más diversos temas (teología, astronomía, pintura, lenguas, filosofía, etc.).
En 1690 los escritos de sor Juana Inés fueron calificados como demasiado mundanos, por lo que el obispo de la ciudad de Puebla le aconsejó que se centrara en la religión y dejara los asuntos seculares a los hombres. A modo de contestación, sor Juana Inés escribió La respuesta a sor Filotea de la Cruz, un manifiesto que defiende el derecho de la mujer a la educación y en el que citó a un famoso poeta aragonés para reivindicar el papel femenino en el conocimiento y la educación: “Uno puede perfectamente filosofar mientras se cocina la cena”. A pesar de tan contundente respuesta, señalan sus biógrafos que la crítica del obispo de Puebla la afectó tanto que vendió su biblioteca y todo cuanto poseía, destinando lo obtenido a beneficencia y consagrándose por completo a la vida religiosa.
Hace falta escribir muchas páginas para cubrir todo el desarrollo de la producción literaria e intelectual de las monjas a través de la historia. Producción que en la actualidad no se ha detenido. Si por un lado tenemos publicaciones populares como las de la sor María Isabel Lora y sus recetarios (El puchero de las monjas, Los dulces de las monjas, etc.), tenemos del otro a mujeres como la hermana benedictina catalana Teresa Forcades i Vila, autora de, entre otros libros, La teología feminista en la historia. En dicho texto parte de la premisa de que Dios creó al hombre y a la mujer iguales en dignidad, en espiritualidad, y desea que ambos desarrollen sus talentos de igual manera. Otra historia se escribe desde los conventos. Valdrá la pena interesarnos por ella.