En 1873 se desató la primera crisis económica global. Comenzó con la quiebra de la bolsa de Viena, se extendió por toda Europa y alcanzó a Estados Unidos, donde cayeron bancos y se paralizó la industria ferrocarrilera. Fueron años muy duros para América Latina, que vio hundirse su comercio con el Viejo Mundo, al tiempo que se congelaron los préstamos y las inversiones de Francia y Gran Bretaña. La recesión duró hasta 1878. Fue una década perdida, especialmente para el Perú, y no tanto por la caída de sus exportaciones, sino por los problemas derivados con sus finanzas: el Estado peruano era el más endeudado de América Latina, todo por la pésima gestión del guano.
Pero ojalá hubiera sido solo una bancarrota coyuntural, que trataron de sortear los gobiernos de Manuel Pardo y Mariano I. Prado ajustando las cuentas. La tragedia mayor asomó en 1879, cuando estalló la guerra por el salitre, que Chile terminó capitalizando luego de la destrucción material y moral del Perú, con pérdida territorial incluida.
El Tratado de Ancón liquidó la primera república; había que empezar de nuevo, algo que tardó en llegar, pues, si la derrota internacional no había sido suficiente, vino la guerra civil, que culminó en 1895 con la expulsión de los militares del poder. Habíamos retrocedido unos treinta años, por lo menos. Alcanzada la estabilidad política, bajo la batuta del viejo Piérola, el país se reinsertaba al mercado mundial y emprendía una recuperación diseñada por los intereses de la oligarquía
exportadora.
► ¿Cómo fue la primera celebración del Día de la Madre en el Perú?
► Así fueron las primeras Elecciones Municipales de Lima
—El prototipo del hombre moderno—
Augusto B. Leguía fue testigo de aquella debacle nacional. Nacido en 1863 en la caleta de San José (Lambayeque), fue enviado por su familia a Valparaíso, al colegio inglés Goldfinch y Bluhm, donde recibió una formación comercial, una visión práctica, anglosajona, del progreso. El inicio de la guerra lo hizo regresar, y con 17 años defendió Lima en uno de los reductos de Miraflores. Pudo morir, como muchos reservistas, pero sobrevivió, y trabajó como auxiliar de contabilidad y finanzas en varias firmas hasta que abrió su empresa de seguros, en sociedad con la New York Life Insurance Company.
Su matrimonio con Julia Swayne le permitió ingresar al mundo del azúcar y reforzar su poder en los negocios, así como abrirle las puertas de la oligarquía y del Partido Civil. Hacia 1900, cuando había gestionado la llegada de inmigrantes japoneses, Leguía era el prototipo del hombre moderno, el que hace fortuna sobre la base del esfuerzo y talento propios. Si entró a los círculos de la oligarquía no fue para compartir su visión del mundo, del que tomaba distancia, sino como estrategia para multiplicar su poder empresarial y construir una fulgurante trayectoria política que, en su primera etapa, lo llevó al Ministerio de Hacienda y a la Presidencia de la República, todo esto entre 1904 y 1912.
—El auge de la clase media—
Pero la política al lado de los civilistas, herederos de los que condujeron al país al desastre de 1879, desilusionó a Leguía. Entendió que el modelo exportador, que apostaba por el desarrollo hacia afuera y fragmentaba la economía nacional al privilegiar las zonas vinculadas al mercado exterior, donde llegaba la modernidad, dejando al resto del país a su suerte, no era el camino al progreso. Había que reformar el Estado, hasta entonces un garante pasivo del liberalismo exportador, y convertirlo en un agente de cambio, impulsador de infraestructura, benefactor de servicios públicos, con la mira en corregir la factura de la posguerra del Pacífico e incorporar a los nuevos actores surgidos bajo el auge de las materias primas.
En efecto, entre 1890 y 1919, el país fue testigo de la aparición del movimiento obrero y artesano, influido por el anarcosindicalismo, que, tras negociaciones y presión callejera, llegó a obtener la jornada de las ocho horas, entre otras reivindicaciones. Los estudiantes de San Marcos, por su lado, alentados por la Reforma de Córdova y solidarios con los obreros, reclamaban una universidad más democrática y abierta al debate nacional. Finalmente, una naciente clase media, educada y meritocrática, aspiraba a la función pública. El orden civilista, autocomplaciente y elitista, autoritario y paternalista, pretendidamente cosmopolita pero racista, colisionaba con las expectativas de estos grupos emergentes.
—La modernización del Estado—
Leguía había roto con el civilismo. Vivía con su familia en Londres, desde donde dirigía sus negocios. Allí fraguó su candidatura, con alianzas propias, para las elecciones de 1919. Antes de venir para la campaña, pasó por Nueva York, donde anunció a los banqueros su decisión de abrir el país a la inversión estadounidense. Su escala era estratégica: tras el fin de la Gran Guerra, Estados Unidos surgía como nueva potencia mundial.
Al llegar, Leguía conectó con la juventud universitaria, los artesanos, la dinámica mesocracia y algunas élites regionales postergadas por una Lima ensimismada en su acartonada vanguardia de tranvías, teatros, cafés y nuevos espacios pretendidamente ‘parisinos’. Había que jubilar a la vieja clase política que, según Leguía, era retrógrada, contraria al progreso. Era la hora de un líder renovado, arquitecto de un Estado más expansivo, promotor de riqueza, que diera cobertura en educación y salud, y que resolviera los problemas fronterizos.
Acusando al civilismo de no reconocer su victoria electoral, Leguía no esperó, y el 4 de julio dio un golpe de Estado con el apoyo de la gendarmería. La ‘refundación’ de la República, esta vez en serio, debía llegar con nueva Constitución: se llamaría la Patria Nueva. El próximo centenario de la Independencia así lo ameritaba. Pocos imaginaron el desenlace de los próximos once años.