[Foto: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel



Hace algunos años caminaba con una amiga muy querida por Miraflores, digamos, del óvalo Gutiérrez a Larcomar. Íbamos de la oficina a nuestras respectivas casas, que quedaban cerca, y así como pasábamos de una calle a otra saltábamos de tema en tema también: religión, política, literatura, autoayuda al paso, consejos de cocina y otras yerbas. En un punto incierto de la conversación, volvimos a los trabajos en los que nos habíamos ocupado. Yo había vendido en la calle los exquisitos mazapanes que preparaba mi tía Julia María Figari alguna Navidad y, en otra ocasión, había echado a andar una fotocopiadora con relativo éxito a los diez años. Ella había sido dealer de blackjack y productora teatral. Le pregunté si en el casino no había sufrido mucho por el acoso de los apostadores. En ese punto, la conversación se puso tensa y se hizo un extraño silencio. No vi venir lo que siguió a continuación. Me comentó que no, que el problema lo había tenido en las tablas. Un conocido coreógrafo había abusado de ella. Su testimonio ahora es público y el nombre del depredador, Guillermo Castrillón, también. Pero cuando me lo contó yo no era capaz de distinguir la gravedad de los hechos, ni su recurrencia, ni el peso del silencio que ella había guardado tanto tiempo. Le dije que lo sentía. Le pregunté si, tal vez, se podía hacer algo al respecto. Me dijo que no, que era pasado. Y nos pusimos a hablar de las elecciones.

Hace algunos años, tomaba un café con un amigo muy querido. Él acababa de salir del Sodalicio y pasaba por un momento de tránsito bastante peculiar: se encontraba desnortado y a pesar de su refinamiento cultural era un tanto torpe emocionalmente —como lo demostraría en sus primeras relaciones afectivas—; le costaba, de muchas maneras, encontrar la forma de adecuarse a los rigores de la vida laica. Compartíamos cierta obsesión por Blade Runner, creíamos en el diálogo como una expresión de civilidad y perdíamos el tiempo en cafés y terrazas. En un momento, sin que hubiese una causa aparente, él evocó cierto rito de paso que consistía en ir en una excursión grupal de la ciudad de Arequipa al santuario de la Virgen de Chapi. En esa peregrinación, por la noche, su guía espiritual se las ingenió para mandar a hacer tareas a todos sus compañeros adolescentes. Cuando se supo solo, aprovechó un descuido e intentó besar a mi amigo en la boca. Este se retiró bruscamente, no dijo nada, y siguió la marcha al día siguiente con naturalidad. Su testimonio ahora es público y el nombre del depredador, Jeffrey Daniels, también. Pero cuando me lo comentó yo apenas logré atisbar el coraje y la fuerza interior que se necesitaba para contarlo, y no podía vislumbrar lo que Pedro Salinas, en su magnífica investigación, lograría revelar respecto a los patrones y procedimientos de abuso sexual que el Sodalicio permitió y encubrió por décadas. Le pregunté si había hecho algo al respecto. En ese momento contestó que no, que nadie lo sabía.

Hace algunas semanas fui invitado a una parrillada en casa de una amiga querida. La reunión consistía en una decena de personas divididas en torno al fútbol y a la brutal agresión que Martín Camino Forsyth le propinó a Micaela de Osma. El escándalo dio pie a que las chicas del grupo empezaran a hablar. Todas ellas, sin excepción, contaron, animadas por las confesiones y el clima de complicidad, que en algún momento de sus vidas habían sufrido violencia física por parte de sus parejas (la violencia psicológica la daban por descontada). Sus exenamorados las habían zamaqueado, golpeado con la mano abierta y cerrada, arrastrado por el piso de los pelos o estampado contra la pared. La mayoría de ellas se paralizó ante la agresión, alguna combatió hasta que se lo permitieron sus fuerzas. Yo me quedé de una pieza. Varios de ellos, los agresores, eran personas que conocía por la universidad o el trabajo e, incluso, a alguno de ellos lo consideraba un amigo. Las anécdotas tenían de 15 a 20 años de antigüedad en promedio, y a ellas ya se les veía curtidas y reforzadas por haber sido capaces de sobrellevar esos traumas. Los terapeados éramos los hombres, que nos mirábamos con el silencio que distingue a quienes buscan episodios dudosos en sus biografías para reinterpretarlos, o al menos revisarlos. Recordé cuándo fue la última vez que sentí esa sensación de podredumbre normalizada: cuando leí el excelente reportaje de Teresina Muñoz-Nájar sobre el feminicidio, Morir de amor.

Soy consciente de mi suerte, de mi privilegio, pero puedo hacer preguntas. ¿Cuál es la responsabilidad moral de una fibra en un tejido? ¿Cuánta ha sido mi indiferencia ante el dolor de los demás? ¿He sabido ver y escuchar?
¿Es posible que todo haya ocurrido a mi lado sin que lo pueda ver? ¿Pude haber sido más atento con la gente que quiero? ¿Fui solidario y empático? ¿Volteé la cara en esa fiesta que se nos fue de las manos? ¿Tuve miedo de intervenir? ¿Lo resolví con una broma? ¿Cuál es la cuota de este horror que me pertenece?

Ah, culpa, vieja amiga. Te presento a indignación y a peruanidad.

Hablen. Hablemos. Tenemos que hablar.

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