[Ilustración: Jhafet Pianchachi]
[Ilustración: Jhafet Pianchachi]
Jerónimo Pimentel

Cierro los ojos y trato de que el recuerdo no se disipe: desde la orilla, algunos metros mar adentro, una ballena jorobada salta y cae magnífica. Unos segundos después, otra. Y una más. El espectáculo dura cerca de media hora, pero no llama la atención de nadie en la playa. Es posible que la indiferencia y el cinismo hayan tomado el corazón de los turistas y que los locales, por costumbre, tengan normalizado el milagro cotidiano. Pero nosotros no. Primero nos quedamos paralizados y luego empezamos a correr. Ya con el agua en los tobillos damos saltos y nos abrazamos y celebramos tratando de imitar la algarabía. Cris se hace a un lado y dibuja con el pie una x gigante en la arena. “Para que sepan que estamos aquí”, dice. La idea de que las ballenas estén chapoteando con el único fin de vernos se vuelve verosímil cuando Gab empieza a mover los brazos sobre la señalética infantil.

Nadie sabe con certeza la razón por la que las ballenas jorobadas realizan la que quizá sea la exhibición de energía más potente del reino animal: 40 toneladas aceleran a 29 kilómetros por hora para romper la línea de horizonte y conquistar, efímeramente, nuestro océano de aire. Algunos biólogos piensan que este despliegue sirve para mostrar aptitud física de cara al apareamiento (digamos, un simple panudeo); otros, que es una forma de comunicación que complementa su sofisticado lenguaje acústico (piense el lector en la espuma que se crea al caer, e imagine un lenguaje de burbujas). Hay científicos que creen que estas acrobacias tienen un objetivo vulgar: desparasitarse. Los menos, que es pura diversión.

Nosotros no tenemos la respuesta. No parece necesario tenerlas en Tumbes, una región privilegiada y extraña a la vez.

Su condición de región de frontera le permite conllevar con naturalidad la presencia militar con desiertos y palmeras. Los viejos recuerdan a Velasco con liviandad; a Fujimori, con agradecimiento, y a Toledo, con risas amables, sobre todo en Cancas. No parecen hallar contradicción alguna en esas filias, ni tampoco entre sus actuales candidatos y representantes políticos, a quienes desdeñan y miman por igual. Hablan de ellos con la misma condescendencia que le podrían dedicar a sus hijos malcriados; tienen la seguridad de que ellos se irán y vendrán otros, no necesariamente mejores, solo diferentes.

En esta región de empleo casi pleno, los oficios parecen limitarse a cuatro o cinco: transportista, ingeniero, agricultor, pescador. Todo bastante noble, hasta que uno se extiende en las preguntas y empiezan a revelarse las historias propias de los departamentos limítrofes: contrabando, droga, crimen organizado. La migración (2.000 venezolanos por día) ha cambiado la legendaria hospitalidad tumbesina, y el recelo asoma ya entre taxistas y heladeros. El trabajo es temporal o mal pagado, incluso en los más de seis kilómetros de pozas langostineras que emplean mano de obra estacional. Pero nada de esto se dice en tono de queja. Una mezcla de resignación con optimismo (¿y resiliencia?) se ha impuesto a manera de carácter, como si lo peor ya hubiera pasado. O simplemente es el sol. Su insidia, como decía Carrasco, sobre las cosas.

Pero no sobre las ballenas jorobadas. Una de las pocas beneficiarias del calentamiento global es esta especie, hasta hace poco en peligro de extinción. El aumento de las temperaturas y los deshielos le han permitido tener dos meses adicionales para alimentarse, aunque en el largo plazo esto pueda ocasionar un descenso en el alimento disponible a futuro. Recursos parecen tener: la pesca a través de ‘redes de burbujas’ es una de las conductas aprendidas más complejas que se hayan podido registrar entre grandes mamíferos. Es así: las jorobadas forman una suerte de corral de burbujas que atrapa los arenques o el krill dentro de un círculo. Una vez aturdidos, quizá también por ‘golpes’ sónicos, las ballenas se abalanzan a la vez para capturar toda la comida posible. La técnica es exclusiva de esta especie y, al parecer, se transmite de generación en generación. Al no ser una conducta instintiva, hay poblaciones que no la practican. Ignoro si los cetáceos tumbesinos están al tanto de estos avances.

La verdad, no importa. Nada importa mucho tan lejos. Un poco de arena escurriéndose por la mano es toda la filosofía que se necesita para balancearse en una hamaca. El agua, tibia por una vez. El sol despejado. La sensación de que, aun dentro del Perú, se puede estar muy ajeno a él. ¿Es políticamente inmoral este reposo? ¿A quién hay que darle explicaciones?

Cierro los ojos y trato de que el recuerdo no se disipe, pero es inútil: la escritura es ya un sepulcro. Nos queda, sin embargo, el viejo Melville, siempre gruñón, siempre incomprendido: “Para cualquier meditativo vagabundo mágico, este sereno Pacífico, una vez observado, debe ser para siempre el mar de su adopción. Hace mecerse las aguas centrales del mundo, ya que el océano Índico y el Atlántico son solo sus brazos. Las mismas olas bañan los muelles de las ciudades de California recién construidas, plantadas ayer mismo por la más reciente raza de los hombres, y mojan las borrosas pero aún espléndidas faldas de países asiáticos más viejos que Abraham; mientras que, por en medio, flotan vías lácteas de islas de coral, y archipiélagos bajos, inacabables, desconocidos, y japoneses impenetrables. Así, este misterioso y divino Pacífico ciñe toda la mole del mundo, hace que todas las costas sean bahía suya, y parece el corazón de la tierra, latiendo en mareas”.

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