Nuevas voces vuelven a cuestionar el desarrollo del enfoque de género en nuestra educación. Voces que responden a intereses caracterizados por un gran conservadurismo y cierto tipo de religiosidad. Voces que desafían la noción de Estado, de orden jurídico y de políticas públicas. Voces que, en el fondo, se desconocen como miembros de una nación y que distorsionan la idea de educar a través de la insostenible idea de que los valores se enseñan en casa y los conocimientos, en la escuela. Voces que apelan al miedo y la mentira.
El enfoque de género es un asunto de ejercicio de ciudadanía, y no un tema de problemas sexuales ni de principios religiosos. Es, por el contrario, un deber del Gobierno y una tarea educativa, ambos asociados a la formación de una ciudadanía activa capaz de construir sociedades más inclusivas. Desde su creación, los sistemas educativos tuvieron el encargo de la sociedad y del Estado para formar a los futuros adultos que construirían una sociedad regida por los principios de justicia.
Cada vez más, la educación y sus políticas públicas son asuntos que se manejan desde perspectivas profesionales y especializadas. Han dejado de ser, desde hace mucho tiempo, por cierto, instrumentos civilizatorios o estrategias para la acumulación de información.
Frente a estas voces que, nuevamente, arremeten contra el enfoque de género en la educación, el Estado debe mantenerse firme. Su tarea principal es educar para construir un país que enfrente el bicentenario con justicia, equidad e inclusión. De lo contrario, estaremos condenados a (sobre)vivir fragmentados socialmente y sin posibilidades de construir los consensos mínimos que se requieren para un futuro común.