Se acaba de mudar a un pequeño departamento en Miraflores. Atrás ha quedado su casa grande, en Barranco, con su taller al fondo del jardín, en el que trabajó gran parte de su obra. Una propuesta estética singular que la llevó a descubrir la pintura abstracta a inicios de los sesenta; a incursionar en el arte cinético al final de esa década, y a elaborar sus telares —que llamó fibroestructuras— a fines de los setenta. Pronto Ella Krebs cumplirá 92 años y, aunque su vista y memoria ya no son las de antes, no ha dejado de crear. “Mientras viva voy a seguir haciéndolo”, dice entre divertida y nostálgica, mientras señala sus cuadros, que ahora están arrumados a lo largo de la sala, listos para ser desempacados y colgados en las paredes de su nuevo hogar.
A pocos kilómetros de ahí —en el Museo de Arte Contemporáneo de Barranco—, se exponen sus telares, esas fibras teñidas que diseñó y trenzó con una técnica que tiene conexiones con lo precolombino. Acompañada por su hija, la escritora Fietta Jarque, Krebs conversa con una voz pausada pero firme.
Usted se decidió por el arte abstracto en un momento en que en el Perú casi no se conocía este género. ¿Cómo lo descubrió?
Sí, cuando yo estudié no había todavía pintura abstracta. Quien me ayudó mucho y me dio libertad para crear fue Juan Manuel Ugarte Eléspuru. Él fue mi profesor durante los últimos años en Bellas Artes. Creo que ya me había cansado de pintar cabezas y ojos. Recuerdo que le dije a mi papá: “Si me saco el primer puesto, me mandas a Europa”. Él aceptó y, efectivamente, gané la medalla de oro de mi promoción, y me fui a Roma, Florencia, París. Yo era un poco tímida, pero me las arreglé muy bien allá. Iba todos los días a los museos.
“Ella empezó con los raspados —interviene Fietta Jarque—. En 1961 ganó el Premio Nacional de Fomento a la Cultura Ignacio Merino con un cuadro que ya era abstracto”.
También fue una pionera del arte textil contemporáneo. Descubrió los tapices durante un viaje a México…
No, eso fue después. Sucede que al costado de mi casa, en Barranco, había un centro artesanal. Yo salía a mi ventana y veía los tejidos. “Qué interesante”, me decía. Entonces se abrió un taller de tapices y me metí a aprender. Por las mañanas pintaba y por las tardes me iba al taller. Después me compré un telarcito y hacía mis propias telas, algunas para ropa, pero otras eran creaciones. Recuerdo que cuando expuse esas piezas en 1978, la profesora que me enseñaba me decía: “Diles que has aprendido conmigo”.
“Ella te enseñó la técnica, pero tú la convertiste en algo plástico”, le dice su hija.
Ah, eso sí. Mi padre tenía una librería, y los libros llegaban embalados con sogas que yo juntaba y luego teñía con tintes naturales. En la exposición se pueden ver piezas de esa época, y los colores siguen siendo vibrantes.
Utilizó una técnica precolombina que modernizó, para decirlo de alguna manera.
Así es… Entonces me sentía muy satisfecha. Ahí fue cuando viajé a México y descubrí el movimiento de la nueva tapicería. Juan Acha vivía allá y me contactó con un curador japonés, el señor Fukunagua, que estaba interesado por el arte textil americano. Él me invitó a una muestra en Tokio, donde participé con dos tapices.
¿Diría que estas piezas son telares u objetos?
Objetos, no... Yo diría que son obras artísticas tridimensionales.
Su última muetra con obras nuevas fue el 2012. ¿Ha seguido creando después?
Sí, he seguido pintando. Ahora no, porque tengo problemas en un ojo, pero no me quejo… La verdad, mientras viva, voy a seguir haciendo obras; tal vez ya no para una
exposición… No seré una de las grandes, pero tampoco soy una de tantas. Ya estoy terminando de mudarme para ponerme a hacer cosas. Mientras tenga ojos y manos seguiré creando.