[Ilustraci{on: Manuel Gómez Burns]
[Ilustraci{on: Manuel Gómez Burns]


Levantó la cabeza para buscar el olor a desesperación que necesitaba. Tenía que hacer un sacrificio. Jamás la verían si no se arriesgaba. ¿Desde cuándo era la mejor del Enjambre? El tiempo era distinto para ellas, que vivían para siempre, pero en la eternidad el paso del tiempo se sentía reptante, lentísimo. Cada vez le costaba más olvidar el deseo de quedarse quieta; de dejar de gritar y correr y zumbar y susurrar y llorar.

Cambió de forma y se dejó flotar sobre el grupo de chicas sentadas en el césped de la plaza. Había elegido, sin dudarlo, a las fans de Fallen. Eran la mejor posibilidad de sacrificio. Ese olor necesario, cebolla y jabón, perfume de flores feas, estaba entre ellas.

Primero vio los brazos de la chica. No la dejaban tatuarse, así que se dibujaba los símbolos de Fallen —dos triángulos, un par de alas, la runa Dagaz— con marcador. En las mejillas, con el mismo marcador, se había escrito James James James. El nombre del cantante de Fallen, el causante de ese olor sangriento y pesado. El olor que necesitaba. Cuando tomó forma humana, trató de imitar la expresión de esa chica triste. La chica de las piernas gordas, las caderas deformadas y el pelo largo y oscuro. Su trabajo era hablar con ella, ganar su confianza. Helena también era una fan pero no era humana. Eso lo sabía y no sabía mucho más porque la vida dentro del Enjambre era frenética y no había tiempo de saber ni de escuchar.

Toda su especie vivía en perpetuo movimiento y nunca dormía, como los tiburones. Cada noche iban a gritar a algún show, generalmente en diferentes países. Cada día debían hacer guardia frente a un hotel, la puerta de un teatro o de un estadio, con las caras pintadas con corazones y logos, las manos aferradas a fotos y pósteres, llorando y pataleando. Debían leer todas las entrevistas y aprenderse de memoria las respuestas, repetirlas, citarlas. Debían entrar en redes sociales, en foros y tumblrs y facebook y snapchats e instagrams y youtube y twittear y postear, dejar comentarios, crear rumores, amenazar con suicidarse. Debían hacerse amigas de fans reales y conseguirles objetos preciosos, discos y fotos autografiadas, algún RT o mejor aún, un follow, hasta un DM. Alguna remera descatalogada, la posibilidad de estar en primera fila —ella era especialmente buena para atravesar multitudes y siempre, siempre, quedar junto a la baranda de contención con una chica de la mano, alguna chica menudita y desesperada que lloraba todo el tiempo—. A esas fans humanas debían convencerlas de muchas cosas: de decorar su habitación con fotos de los ídolos, de tatuarse sus nombres o sus logos, de jurar fidelidad, de robar dinero para ir a los shows —a los padres, a cualquiera—, de comprar todo el merchandising y conseguir cada nueva versión, cada video, cada foto, de pasar diez, doce horas online trabajando, reblogueando, subiendo fotos, videos, comentando y rastreando. El trabajo se había vuelto enloquecedor en estos años digitales, porque los videos las fotos las canciones spotify twitter facebook tumblr youtube instagram no se terminaban nunca, completar una colección era imposible, verlo todo era imposible. Muchas compañeras habían decidido desaparecer, agotadas; bastaba con que dejaran de moverse, con detenerse un tiempo largo y se desvanecían.

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novela
Éste es el mar
Mariana Enriquez
Editorial:
Literatura Random House
Páginas: 128
Precio: S/ 59,00

Helena no cuestionaba su forma de vida, pero sabía que podía tener otra. Por eso había seguido en movimiento incluso cuando el cansancio la hacía temblar. Quería conocer la Costa. Quería dejar de ser Enjambre, virus; quería saber su origen, quería ir a la Casa. Y eso solamente se lograba, lo había visto durante todos sus años de zumbido y movimiento, trabajando bien. Había que destacar a una Estrella por sobre las demás, hacerla brillar y brillar, barnizada de lágrimas y humedad. Y entonces una podía convertir a esa Estrella en Leyenda y así elevarse, mutar en Luminosa, llegar a la Costa.

Y para eso, creía, hacía falta un sacrificio; esa chica de piernas gordas sentada sobre el césped de una plaza de Santiago de Chile iba a ser el suyo.

Nunca se daban cuenta, las fans reales. Nadie sabía del Enjambre. No podían imaginar que muchas de esas chicas que también se arañaban la cara y amaban con locura no eran humanas. Que estaban ahí desde siempre, ni ellas sabían desde hacía cuánto tiempo, presentes como ejemplos para imitar, obligando a venerar y desear, a enloquecer de entrega. Siempre la sorprendía tanta credulidad, tanta inocencia, lo desprotegidas que estaban las chicas reales.

El sacrificio se llamaba Estefanía, tenía 14 años, iba al colegio Nuestra Señora del Huerto y odiaba a sus padres ricos porque le habían prohibido ir al show de Fallen; la banda tocaba en Santiago por primera vez. No tenía entrada, no se le ocurría robar para conseguir una, había venido a la reunión en la Plaza Porrúa para averiguar si alguien revendía o si querían invitarla. Contaba su desgracia con las manos temblando, los ojos rojos de llorar.

—Yo puedo ayudarte —le dijo. Le dijo también que su nombre era Helena. No tenía nombre, en el Enjambre no había nombres, pero últimamente, cuando se manifestaba a fans reales, usaba Helena. Le había gustado. La tomó del brazo, caminaron juntas hasta la estación de subterráneo; Helena la hizo bajar, “no quiero que las demás nos vean”, le dijo.

Al lado de las vías, en el silencio tembloroso que hacía vibrar el aire entre trenes, Helena buscó en un bolsillo y sacó un Ticket Dorado.

—Es tuyo.

La chica sacrificio, Estefanía, lloraba y preguntaba por qué, por qué. Helena respondió: “Es un premio”. Un Ticket Dorado era la más preciada de las posesiones: era muy caro, pero quien lo adquiría ganaba el derecho de subir al escenario con James durante una canción y, después del show, conocerlo personalmente en una breve reunión junto con otras fans. Helena le había regalado el Ticket a la chica aunque sabía, porque ella misma lo había planeado, que Estefanía no iba a ir al concierto, que no conseguiría el permiso de los padres. Le habló de lo amable que era James en los encuentros con las fans, que duraban mucho más de lo pautado. Le dijo que quizá fuera la última vez que Fallen visitaba Chile porque, lo habían dicho en varias entrevistas, “necesitaban un descanso”. “No quieren decir que van a separarse, pero ya lo decidieron”, le susurró. “Ésta es la última gira”.

—¿Y si no me dejan ir? —dijo la chica.

Las luces del tren iluminaron el túnel y Helena abrazó a la chica antes de subirse.

—Vas a tener que escaparte. ¡Es un Ticket Dorado!

La había elegido bien, pensó Helena antes de evaporarse en el calor del vagón. Era débil y estúpida y cobarde.

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Vida y obra 

Mariana Enriquez (Buenos Aires, Argentina, 1973)
Narradora y periodista, subeditora del suplemento Radar del diario Página/12. Es una de las pocas autoras latinoamericanas que trabaja con maestría el género del horror, desde el más convencional al más simbólico.
     Ha publicado las novelas Bajar es lo peor (1994), Cómo desaparecer completamente (2004), Chicos que vuelven (2011) y Éste es el mar (2017); y dos colecciones de relatos llamados Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Además, es autora del libro de crónicas Alguien camina sobre tu tumba (2013), de un ensayo sobre mitología celta y de una biografía de Silvina Ocampo.

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