El filósofo alemán Immanuel Kant contempló críticamente el concepto de permanente incapacidad moral. Foto: Getty Images
El filósofo alemán Immanuel Kant contempló críticamente el concepto de permanente incapacidad moral. Foto: Getty Images
/ Jorge Paredes Laos
Claudia Laos Igreda

En un país en el que urge una seria reflexión sobre los estándares que deberíamos adoptar para el juicio moral, jurídico y político, el pensamiento del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) ofrece una consideración normativa directa y específica para meditar sobre el concepto de permanente incapacidad moral ‒originalmente utilizado en la Constitución peruana para referirse a la incapacidad mental‒ cuando dirigimos la atención a unos pasajes de la “Doctrina de la virtud” en la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres.

Se trata de lo que puede denominarse la expresión práctico comunicativa de la doctrina de la imposibilidad del error total que, por un lado, Kant pone en analogía con el vicio y, por otro, ancla en el fundamento de la dignidad y capacidad moral de los hombres por su carácter de persona. Kant ofrece un paralelo entre la actitud que se debe tener frente al individuo cuyo juicio es errado y frente al vicioso.

Pienso, por ejemplo, en quien juzga que “las vacunas producen impotencia” y en “aquel que soborna”. Respecto al primero Kant considera que no deberíamos calificar su juicio de disparatado o absurdo, de modo que ello signifique negarle todo entendimiento en ese juicio. El fin es que, al explicar la posibilidad de errar, se conserve en él todavía el respeto por su entendimiento. Pues tal descalificación significaría negarle al oponente todo entendimiento y con ello la posibilidad de mostrarle que se ha equivocado.

Con esa misma lógica, respecto al segundo y en el plano ético, nuestra acusación, para Kant, nunca ha de llegar al extremo del total desprecio del vicioso hasta negarle todo valor moral, porque bajo ese supuesto tampoco se le podría corregir nunca; lo cual es irreconciliable con la idea de un hombre que, en tanto ser moral, nunca puede perder toda disposición al bien.

Hemiciclo del Congreso de la República. (Foto: Congreso)
Hemiciclo del Congreso de la República. (Foto: Congreso)

Para pedir cuentas

Estos son algunos de los deberes de respeto que tenemos para con todos los hombres y que, en este caso, muestran con toda claridad la dimensión relacional del juicio. Cuando nuestros juicios son errados o nuestros actos son antiéticos o viciosos, siempre lo son para otro que los juzga y espera que los reconozcamos, corrijamos, pidamos perdón o rectifiquemos. Si, además, en el plano jurídico, el vicio o la falta grave ha de merecer una sanción, sea la aplicada a alguna autoridad o a cualquier otro ciudadano, esta debería darse sin denigrarlo hasta el punto de negarle precisamente la capacidad moral.

En los pasajes referidos, Kant no habla de responsabilidad ni de sanción, cuestión sobre la que trata en su Doctrina del derecho, pero estas son también consecuencias que se desprenderían de esas cualidades fundamentales humanas, que no se pueden desconocer en el plano lógico y práctico sin hacer inviable el propio juicio moral, jurídico y político. No podríamos pedirle cuentas a ninguna autoridad que adolece de una permanente incapacidad moral. Ciertamente, los planteamientos de Kant no están libres de cuestionamientos y su filosofía moral crítica y universalista, ventajosa en ese aspecto para evitar el subjetivismo en el derecho, no es la única que puede echar luces sobre el tema para una interpretación, redefinición y tipificación más adecuada. Sin embargo, el esfuerzo de los académicos y juristas por dar una salida al problema de la figura de la permanente incapacidad moral, es una oportunidad para hacer pedagogía con la ciudanía y con nuestros políticos.

Ello exige promover una mínima comprensión de hasta dónde podemos y debemos llegar con nuestras calificaciones y descalificaciones sobre la moralidad de los demás, para ejercer un adecuado control del respeto de las normas y de los códigos éticos. En la medida en que el lenguaje es un poderoso perpetuador de hábitos y malas prácticas, en un período de tanta desorientación como el que vivimos, los conceptos y las palabras respecto a los que una sociedad viable puede realmente evaluar sus avances y mejoras, no deberían estar condenados a la insignificancia de tanto comerciar con ellas acríticamente.

*Claudia Laos Igreda es doctora en Filosofía por la Universidad Santiago de Compostela y miembro del Grupo de Investigación de Filosofía Social (GIFS)-PUCP.


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