Praga, 23 de noviembre de 1911
Estimada señora Curie:
No se ría de mí por escribirle sin tener nada sensato que decir. Pero me encuentro tan enojado por la forma en que el público cree tener el derecho de involucrarse en sus asuntos, que definitivamente debo expresarlo. Estoy convencido de que usted odia a esa multitud, sea que la respeten con generosidad o que deseen saciar su deseo de sensacionalismo con usted. Me siento en la obligación de decirle lo mucho que admiro su intelecto, su propósito y su honestidad, y que me considero afortunado de haberla conocido personalmente en Bruselas. Todos aquellos que no formamos parte de esos reptiles estamos muy felices, tanto ahora como antes, de que personajes como usted y Langevin formen parte de nosotros, pues son personas con las que uno se siente privilegiado de estar en contacto. Si la chusma sigue hablando de usted, simplemente no lea esa bazofia y déjesela a las víboras para quienes fue fabricada.
Mis mejores deseos para usted, Langevin y Perrin.
A. Einstein
“Zorra judía”, “inmoral”, “robamaridos”, le había gritado una horda de mil bocas indignadas y furiosas. Era principios de noviembre de 1911, y Marie Curie volvía a Sceaux, Francia, tras un viaje a Bruselas, donde había asistido a un congreso organizado por la International Solvay Institute. Al llegar a su casa acompañada por sus dos hijas, una pared de insultos, escupitajos y piedras les impidieron pasar. Asustadas, buscaron refugio en casa de una amiga en París hasta que las cosas se calmasen.
Si bien los ataques físicos y las amenazas fueron cediendo, los aullidos y las calumnias continuaron hasta volverse ensordecedores. Una feroz campaña de desprestigio, alimentada por la xenofobia, el machismo y la rivalidad académica, se levantó contra Marie Curie. La prensa carroñera y los grupos más conservadores le exigían abandonar Francia y llevarse consigo ese hálito inmundo que despedía por ser mujer, por ser extranjera, por inmiscuirse en los círculos académicos, por osar ejercer una sexualidad ya impedida por la viudez.
Poco importaban entonces sus aportes a la comunidad científica y el hecho de ser la primera mujer del mundo en recibir un Premio Nobel —el de Física (1903), junto a Henri Becquerel y su difunto esposo Pierre Curie, por sus investigaciones sobre la radiación—. El escandaloso romance con Paul Langevin —cinco años menor que ella; infeliz, pero legalmente casado; padre de cuatro hijos; y antiguo discípulo de Pierre— la reducía ante la opinión pública a poco más que una ramera ilustrada.
Aquel alboroto le había causado un cuadro severo de depresión. Sin embargo, tres días después llegó una noticia que palearía en parte su malestar: la Academia Sueca anunciaba su decisión de premiarla nuevamente, esta vez, en Química, y en solitario. Madame Curie se convertía en la única persona, hasta nuestros días, en recibir dos Premios Nobel en diferentes disciplinas. Ya ninguna argucia podría enturbiar el brillo de su genialidad.
* * *
Marie Curie (Polonia, 1867 – Francia, 1934) creció en Varsovia, por entonces un territorio administrado por el Imperio ruso. De niña solía jugar con tubos de ensayo, pipetas y otros materiales del laboratorio que su padre, profesor de matemáticas y física, había instalado en la casa. Con el tiempo, su interés por la ciencia se fue tornado más serio; sin embargo, debido a que las mujeres no tenían permitido acceder a la educación superior, a los 24 años emigró a Francia para continuar sus estudios en La Sorbona. Aquellos años fueron de intenso aprendizaje, pero también de sacrificios y privaciones. Durante las mañanas, estudiaba; por las noches, dictaba clases particulares, y, por las tardes, trabajaba en el laboratorio del profesor Gabriel Lippmann—Nobel de Física en 1908—. Debido a los escasos recursos con que contaba, Curie a menudo sufrió hambre y desmayos por inanición. Al cabo de tres años, sin embargo, obtendría su licenciatura en Física y un segundo título en Química.
Fue por ese entonces que conoció a Pierre Curie, su futuro esposo, colega y socio en la demandante vida científica. Luego de una austera boda celebrada en Sceaux, en julio de 1865, sin ceremonia religiosa, vestido de gala blanco ni pastel o regalos, los Curie compraron un par de bicicletas y pasaron el verano viajando por Francia. A su regreso, se sumergieron inmediatamente en el trabajo. Ambos dictaban clases en diferentes instituciones, pero esperaban con ansias la llegada de la noche para correr a su refugio personal: un improvisado laboratorio ubicado en la rue Lhomond, montado en un almacén abandonado, con piso de asfalto crudo, mala ventilación y un techo de vidrio agrietado por donde se colaba el agua de lluvia.
Ahí, entre muebles gastados y aparatos delicados, los Curie pasaron madrugadas enteras investigando y experimentando con diferentes sustancias. Juntos descubrieron la existencia de dos nuevos elementos químicos: el polonio y el radio (1898); desarrollaron un método de indicadores de radiación; descubrieron que el radio destruía las células cancerígenas. Juntos inauguraron una nueva era del conocimiento científico y médico. Juntos le demostraron al mundo la soberana estupidez de los prejuicios machistas.
Pero la alianza no duraría mucho más. El 19 de abril de 1906, Pierre Curie murió cuando cruzaba la rue Dauphine. Llovía, y un coche tirado por caballos se deslizó por el empedrado. Pierre cayó entre las ruedas y se fracturó el cráneo. Viuda a los 39 años, Marie Curie se hundió en un periodo de depresión del que solo la distraían el trabajo y los recuerdos. Un mes después de la muerte de Pierre, La Sorbona le ofreció dictar la cátedra de Física. Una vez más, Madame Curie allanaba el terreno para las mujeres venideras, al convertirse en la primera profesora de esta universidad.
Así, pese al desconsuelo, la turbación y los crecientes malestares físicos, Curie continuó trabajando hasta el fin. En 1914 creó el Instituto del Radio, dedicado a la indagación de los usos de este elemento en el tratamiento oncológico. Luego llegó la Gran Guerra. Y el olor a muerte y pólvora la guiaron a un nuevo proyecto: el diseño de unidades móviles de radiografía destinadas a ser utilizadas en el frente y hospitales provisionales. Unidades que ella misma transportó, muchas veces, a los campos de batalla, y que enseñó a utilizar a otras mujeres para asistir a los médicos y heridos.
La ciencia le dio y le quitó todo. Años de exposición directa a metales radioactivos y a las ondas de los rayos X, devinieron en enfermedades pulmonares crónicas, ceguera parcial, un aborto espontáneo, problemas en los riñones y, finalmente, la anemia aplásica que acabaría por matarla en el verano de 1934. Tal fue la cantidad de radiación que recibió que, hasta la fecha, quien desee revisar sus documentos y manuscritos —conservados en cajas forradas con plomo— deberá firmar una carta de excepción de responsabilidad a la Biblioteca Nacional de Francia, y calzarse ropa y guantes especiales. Pero, sobre todo, Marie Curie sigue irradiando el aura imponente de una mujer revolucionaria que se enfrentó con valentía a los prejuicios de su época.