Incertidumbre en la era digital
Incertidumbre en la era digital

Por: Pedro Cornejo
1.
Según François Lyotard, las sociedades avanzadas ingresan a la llamada edad posindustrial —es decir, cibernética, informática e informacional— hacia fines de los años cincuenta. Es a partir de ese momento que, a su juicio, la magnitud de las transformaciones tecnológicas empieza a alterar, de manera decisiva, la forma de vida de la sociedad moderna. En el plano del conocimiento, por ejemplo, el saber científico tiende progresivamente a convertirse en información procesable en computadoras, lo cual hace que todos aquellos conocimientos no traducibles al lenguaje de las máquinas sean dejados, paulatinamente, de lado. El saber ya no está asociado a la formación de individuos emancipados y su legitimidad pasa por su eficiencia al interior de un determinado sistema. Por otro lado, con el desarrollo combinado de nuevas tecnologías de teledifusión e información se ha instaurado un nuevo orden comunicativo donde cantidades de información vuelan instantáneamente de un lado al otro del planeta y los modelos, pautas, ideas, signos se multiplican exponencialmente.

2.
El tejido social se fragmenta y se complejiza en tal medida que se vuelve inasequible para cualquier discurso racional que pretenda esquematizarlo en su totalidad. Dicho en otras palabras, la aspiración de formular una comprensión universal, globalizante de los hechos humanos, que apunte a resolver todos sus dilemas y paradojas, se torna imposible en tanto la realidad ha perdido su centro, ha estallado en una diversidad de esferas heterogéneas e irreductibles. Todo discurso debe, pues, reconocer su finitud, provisionalidad y precariedad. Perdido el centro, deja de existir un sistema estable de valores y orientaciones de comportamientos y surge lo que Max Weber llamaba “esferas de valor”. La ciencia, la economía, la moral, el derecho, la política, el arte, ya independizados, obedecen a su propia lógica interna, a sus propios criterios.

3.
No hay punto de referencia seguro y definitivo hacia el cual se dirija la existencia humana para obtener sentido. El hombre, como dice Gianni Vattimo, “debe aprender a vivir en la condición de quien no se dirige a ninguna parte”, sin resignarse a aceptar las cosas tal como están, pero sin proceder dogmáticamente “cueste lo que cueste”. Y añade: “La filosofía del terrorismo es aquella que lleva hasta las últimas consecuencias la idea de que la historia tiene una norma absoluta, un valor final que realizar; los individuos portadores de ese valor adquieren el derecho de vida y muerte sobre otros”. Y eso ocurre con toda ideología que eleva sus postulados a principios absolutos en cuyo nombre, como sostenía Octavio Paz, “todo o casi todo está permitido”.

4.
Ante el aparente final de los “grandes relatos”, se impone el reconocimiento de la diversidad cultural como el signo de nuestros tiempos. Una heterogeneidad radical que ha hecho ilusorio pretender alcanzar consensos globales sobre la base de principios absolutos o universales que le confieran una hipotética unidad. Esto obliga a forjar múltiples consensos parciales, dispersos, a menudo contradictorios. En este contexto, la transformación de la realidad no puede suponer la imposición de “una” racionalidad sino el discernimiento —lúcido y sin mesianismos de ninguna clase— de las racionalidades en pugna y el esfuerzo por fortalecer aquellas que consideramos mejores. Tal vez esa sea una forma de entender lo que Lyotard llamó, en La condición posmoderna, “la ruda sobriedad del realismo”. Un realismo que lejos de proponernos un orden puro, totalmente estable y definitivo, nos recuerda que debemos actuar en contextos siempre inestables, inciertos y precarios, donde el futuro no está jamás garantizado.

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