En 1926, el presidente Leguía dispuso que los alumnos de la antigua Escuela de Agricultura dejaran de utilizar el bosque de la hacienda Santa Beatriz y se trasladaran al valle de Ate (La Molina) a continuar con sus experimentos, pues su gobierno había decidido honrar, con un gran parque público, al Batallón de Reserva que se inmoló en la defensa de Lima durante la guerra con Chile en 1881. Es más, el propio Leguía, entonces un joven de casi 18 años, se había entrenado allí, con los demás reservistas, antes de participar en la batalla de Miraflores.
Fue así que el parque de la Reserva, inaugurado hace 90 años, se convirtió en el segundo gran parque de nuestra capital (el primero, el parque de la Exposición, databa de la década de 1870). Construido en un terreno de 16 hectáreas, su concepción fue un interesante esfuerzo de ensamblar las corrientes artísticas neoclásicas y neoperuanas. Su diseño en forma de jardín inglés, la intervención del arquitecto francés Claude Sahut y la participación de artistas indigenistas como el escultor Daniel Vásquez Paz (fuente incaica) y el pintor José Sabogal (huaca ornamental), por ejemplo, demuestran que el conjunto aspiraba sintetizar esa ideología ecléctica de la modernidad del leguiismo. Adosado al nuevo conjunto quedaron la plaza y el monumento en homenaje a Sucre, héroe de Ayacucho.
Sin embargo, debido a una reciente remodelación, se le añadieron al conjunto trece fuentes de agua, cada una con diseño propio, y se formó el Circuito Mágico del Agua que, si bien resulta atractivo para el visitante, también desvirtúa y olvida el propósito inicial de este emblemático lugar, concebido como recuerdo de los que defendieron nuestra ciudad y testimonio de una época en que hubo el esfuerzo por darle a Lima espacios públicos de gran calidad artística, a la altura de las grandes capitales del mundo.