¿Por qué conocemos más a la Perricholi que a Micaela Villegas? Son la misma persona, por supuesto, pero examinando la historia, a veces parece que habláramos de dos mujeres distintas. Ya lo dijo el destacado historiador Raúl Porras Barrenechea: “Los biógrafos de Micaela Villegas, criollos y extranjeros, se han ocupado más de la novela o de la leyenda de la Perricholi que de su auténtica historia. La leyenda amada por el pueblo es más fuerte y duradera que la historia, pero esta se recoge obstinada y silenciosa en los papeles viejos, esperando la hora lejana del desquite y de las rectificaciones documentales”.
Esta leyenda que vive en nuestra peruanísima memoria se ha construido gracias a las peculiaridades del carácter de María Micaela Villegas (Lima, 1748 - 1819). Peculiaridades que fueron inmortalizadas —apelando, por supuesto, a la ficción— primero por don Ricardo Palma en una de sus tradiciones más famosas, Genialidades de la Perricholi, y, sobre la base de ella, luego por Michel Gómez en dos producciones audiovisuales. La primera, en 1992, protagonizada por Mónica Sánchez y Alfonso Santistevan; la segunda, en 2011, con Melania Urbina y Alberto Ísola. Estas y otras ficciones que se ocuparon de la Perricholi durante el siglo XIX y XX procuraron resaltar a una mujer grácil, de carácter seductor, caprichoso y lisonjero, reconocida —antes que como una actriz que dio que hablar en el teatro del siglo XVIII— por ser la amante del virrey Manuel de Amat y Junyent. Pero, si exploramos un poco en la segunda mitad del siglo XX y este aún novísimo siglo XXI, podemos encontrar herramientas para conocer a Micaela Villegas más allá de los clichés que alimentaron el siempre atemporal espíritu de cotilleo de la sociedad limeña.
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Lo primero que podemos enmendar de la historia que hizo famosa Palma es que Micaela Villegas no nació en Huánuco, sino en Lima. Así lo anota Luis Alberto Sánchez en su libro La Perricholi (1936). Aunque confunde su fecha de nacimiento —coloca 1739—, Sánchez nos sitúa en el sitio exacto en el que nació la niña de José Villegas y Arancibia y María Teresa Hurtado de Mendoza y de la Cueva. “Rayaba el alba cuando José Villegas oyó el primer vagido de su carne hecha carne. Estremecía las viejas paredes del caserón el isócrono don-don de las campanas, en la vecina torre de San Lázaro. Todas ellas eran como voces hogareñas. Primero, echose a volar la ‘María Angola’ en la Catedral. A su tañido grave respondió, luego, la estridente voz de la del Sagrario. Y al punto despertaban los esquilones de San Pedro, y más acá devolvían el son, eco multiplicado, las campanas de San Francisco, y a estas replicaba la voz añorante de los bronces de Nuestra Señora de los Desamparados”.
El historiador Luis Rodríguez Toledo escribe en el artículo “Las alegorías femeninas durante la Independencia peruana”, publicado en la Hispanic American Historical Review, que la familia vivía en un solar grande en la calle Puno, y que el terremoto de 1746 los obligó a endeudarse para reconstruir su casa. Todo parece indicar que, debido a esto, Micaela no tuvo una infancia muy afortunada, pues los primeros años de su vida transcurrieron en esa casa y en medio de los esfuerzos de su padre por reconstruirla y mantener a la familia. “Así, Miquita parece tener una condición humilde, pero está posicionada lo suficiente como para acceder a las artes escénicas donde inicia su vida social”, apunta.
La historiadora Ilana Lucía Aragón en el artículo “El teatro, los negocios, los amores: Micaela Villegas, la Perricholi”, incluido en el libro El virrey Amat y su tiempo (2004), anota que Micaela era la mayor de cuatro hermanos y tenía diez años cuando su familia salió de la casa que les servía de morada. Su padre se había declarado en insolvencia. “Sin duda, fue la gravedad de esta situación la que la empujó a trabajar desde temprana edad en el oficio de cómica, para lo cual, quizá, ya había descubierto algunas cualidades”, añade Aragón.
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“Acababa Amat de encargarse del gobierno del Perú cuando en 1762 conoció en el teatro a la Villegas, que era la actriz mimada y que se hallaba en el apogeo de su juventud y belleza. Era Miquita un fresco pimpollo, y el sexagenario virrey, que por sus canas se creía ya asegurado de incendios amorosos, cayó de hinojos ante las plantas de la huanuqueña”, dice don Ricardo Palma en su ya mencionada tradición. Y, aunque es reconocible la musicalidad de su relato, esto es falso. El militar Manuel de Amat y Junyet (Barcelona, 1704 - 1782) llegó a Lima a hacer las veces de virrey el 12 de octubre de 1761; en ese entonces el espacio conocido como el corral de comedias llevaba algunos años clausurado y Micaela Villegas tenía solo 13 años. Sin embargo, el corral reabrió sus puertas a poco de la llegada de Amat a Lima, y el virrey fue asiduo concurrente a las veladas que allí se montaban. Dice Ilana Aragón en el texto ya citado que sí fue en una de esas veladas, pero en 1767, cuando conoció a Micaela.
A decir de Aragón, para ese entonces ella ya había conseguido un espacio en esas funciones desempeñando algún papel secundario bajo las órdenes del reconocido maestro de música Bartolomé Massa. “Tras algunos años de haber trabajado como cómica, desarrolló grandes habilidades para el teatro y el canto, así como una gracia singular capaz de concitar la mirada del representante del rey”, apunta.
En La Perricholi, mito nacional peruano, tesis para obtener el doctorado en Filosofía en la Universidad de California, Luz Angélica Campana de Watts recuerda que el virrey Amat tuvo la misión, por orden de Carlos III, de expulsar a la orden jesuita del Perú en setiembre de 1767. “La reacción, no solo de los jesuitas, sino también de los sectores sociales de la vida peruana fue de más o menos pública pero muy violenta oposición”, dice. Es claro que todos estaban contra él y que sus actos eran sometidos al escrutinio público. “La Perricholi fue un elemento de discusión y acusación contra el virrey. En su relación fue que sus opositores encontraron el elemento más eficaz para ponerlo en ridículo”, añade.
Claro que fue elemento de discusión. En una Lima en la que mujeres que hacían tintinear sus joyas para llamar la atención en la calle —como bien cuenta Alonso Cueto en su reciente novela, La Perricholi —, el oficio de cómica era catalogado entonces como una actividad de baja reputación. A pesar de este estigma, Micaela Villegas, dueña de un carácter dominante y de una personalidad histriónica —dice Ilana Aragón—, no procuró de ninguna forma mantener su relación con el virrey en el anonimato de un anfiteatro o en algún rinconcito íntimo.
Esto dio pie a la circulación de libelos, escritos difamatorios que ventilaban supuestos excesos de la relación del virrey y la cómica, condenada por la más orgullosa élite limeña. Sin embargo, como señala Gisela Pagès en su tesis Mujeres entre dos mundos, escrita para obtener el doctorado en Historia por la Universidad de Barcelona, “algunos episodios de su historia de amor con el virrey Amat, que no pueden ser comprobados con fuentes históricas, han sido interpretados a la luz de las reivindicaciones criollistas considerando que la actriz, de ascendencia criolla, acaba imponiendo sus deseos y ejerce un dominio sobre el virrey español”.
Se dice y se cree y se quiere creer que Manuel de Amat y Junyent hizo y deshizo obras, compró propiedades y hasta emitió decretos en favor de su amada Perricholi; pero en esta historia hay tanto de verdad —él le regaló una lujosa carroza que ella ostentaba cada vez que podía—, como de mentira —la alameda de los Descalzos, por ejemplo, no fue construida en honor de estos amores, pues su origen data de 1611—, como de auténtica duda —¿el paseo de Aguas del Rímac se construyó para impresionar a Micaela Villegas?—, cosa que ayuda a mantener el misterio alrededor de esta relación.
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Manuel de Amat y Junyet dejó el país el 4 de noviembre de 1776. Atrás dejó una larga gestión como virrey y una también larga relación con Micaela Villegas. “Cuando se despidieron, él tenía 75 años y ella acababa de cumplir 28. Él no mencionó ni una sola palabra sobre la actriz en las graves páginas de su memoria y ella guardó la misma discreción en su testamento. No quedó rastro de alguna correspondencia epistolar entre ambos”, anota Aragón en su texto. De lo que sí quedó registro es que fruto de dicha relación nació un niño: Manuel Amat y Villegas, quien tenía seis años cuando su padre se fue del Perú.
Pero la partida de su amado no detuvo la vida de Micaela Villegas, quien, ya sabemos, era mucho más que la amante del virrey. “Durante los meses de espera para la salida definitiva de don Manuel de Amat, en el año de 1776, Micaela dio a luz a una niña y, vaya sorpresa, esta no era hija del maduro catalán, sino del aún joven navarro Martín de Armendariz”, cuenta Ilana Aragón. A esto le sumamos —como anota Alonso Cueto —, que el 22 de julio de 1777 Micaela ya era regente del Coliseo de Comedias.
Nuestra heroína había vivido muchos años en una modesta morada ubicada en la calle del Huevo, en el barrio de San Marcelo —vale la pena aclarar que no se ha podido demostrar que esta fuera un regalo del virrey—, y no es hasta 1781, cuando, ya convertida en próspera empresaria teatral, ella adquiere la casa-molino de la alameda, hermosa finca con huerta, jardines y surtidores de agua.
Micaela Villegas se hizo de esta vivienda a mucho menos precio de la que valía, aprovechando que al momento de su compra tenía grandes daños producto de una inundación. Con gran intuición comercial, la nueva propietaria logró reparar el molino y ponerlo en marcha. Lo arrendó después a 1.200 pesos anuales. Para 1795, año en el que se casó con Vicente Fermín de Echarri, Micaela Villegas figuraba como una destacada propietaria de uno de los molinos más productivos de la ciudad.
A su muerte, el 16 de mayo de 1819, sus bienes fueron tasados en más de 72.000 pesos. Una verdadera fortuna. No fue hija de padres adinerados, ni heredó fortuna alguna de sus amores, pero sí fue, a fuerza de voluntad y audacia, una de las mujeres más poderosas de la ciudad. Dicho esto, piénselo dos veces antes de decirle, despectivamente, Perricholi.