Es posible juzgar a un escritor por su corrección política. Nuestra época abunda en ejemplos y sanciona comportamientos pasados con valores presentes en un gesto antihistórico pero apetitoso para los profesionales de la indignación. El castigo, si alguien fuera capaz de cumplir aquello que exige, sería terrible: no podríamos leer a Rimbaud por esclavista, ni a Pound por antisemita, ni a Céline por fascista, ni a Burroughs por asesino, ni a Villon por ladrón. Quedarnos con el escándalo moral a detrimento del talento probado pareciera ser la opción de un sádico o de un tonto.
Un camino moderado sería juzgar al autor por su obra, o, por qué no, por lo mejor de su obra. Se antoja un poco más sensato, al menos para el lector curioso, que el movimiento opuesto: descartar a García Márquez por castrista o a Neruda por escribir odas a Stalin solo puede acarrear tristeza. ¿Por qué, entonces, se resumiría el aporte de Peter Handke a su posición sobre las guerras yugoslavas? El problema aumenta cuando el lumpen online concentra sus baterías en medias verdades e interpretaciones geopolíticas antojadizas. El ruido alrededor desciende sobre los libros y, de pronto, nos hallamos ante una nueva forma de censura moderna. Una de las maneras de evitarla es leyendo, por ejemplo, “El poema de la duración”.
"Un camino moderado sería juzgar al autor por su obra o, por qué no, lo por lo mejor de su obra
Handke se presta de Bergson el concepto de duración, que define como un tiempo de la conciencia, intuitivo y premoderno, contrapuesto al tiempo medible, utilitario y matemático de nuestros días. Ya en el inicio del poema Handke invoca la capacidad de la lírica respecto al teatro, el artículo y el relato para abordar la disposición a retener aquello que se resiste a ser fijado: la vida definida a partir de los momentos despojados de uso y sentido para encontrar en ellos una esquiva trascendencia. Este reclamo en verso para llevar una vida preconsciente es el pie temático de una de las obras maestras del siglo XX: “No, la duración era un sentimiento,/ el más efímero de todos los sentimientos;/ a menudo pasaba más rápido que un instante,/ imprevisible, ingobernable,/ inasible, inmensurable./ Y sin embargo, con su ayuda,/ cualquiera que hubiera sido el adversario,/ me hubiera podido reír de él a la cara,/ le hubiera podido desarmar;/ la opinión de que yo era un hombre malo/ la hubiera transformado en esta convicción: / “él es bueno”; / si existiera un dios,/ yo sería su hijo durante el tiempo en que estuviera sintiendo la duración”.
Como bien comenta Eustaquio Barjau, traductor de estos versos, el austriaco ha dedicado su literatura a la idea de que la experiencia del mundo necesita ser contada desde otro lenguaje, desde otra manera, con otra opacidad, bajo otro objetivo, casi como si fuera una derivación de la teoría literaria de Hjelmslev pasada por la nouveau roman: “La lengua es la forma por la que nosotros concebimos el mundo”. Quien desee explorar en las posibilidades narrativas de esta propuesta encontrará en “La tarde de un escritor”, “El miedo del portero ante el penalty” y “Lento regreso” motivos suficientes para seguir explorando. Otra manera de abordar su mundo, quizás más emocional, es a través de su colaboración con Wenders en “Las alas del deseo”.