De Soto debió decir que la propuesta de Castillo es mucho más peligrosa. (Foto: GEC)
De Soto debió decir que la propuesta de Castillo es mucho más peligrosa. (Foto: GEC)
Jaime de Althaus

Sabemos que en esta elección es clave el voto de los indecisos y de los que no quieren votar ni por uno ni por otro. Según Datum, son un 49%, de modo que la candidata puede remontar si hace una buena campaña. Particularmente decisivo puede ser el sector que no es izquierdista radical pero que por “dignidad” no votaría por Keiko. Es a este sector al que se ha dirigido Mario Vargas Llosa, explicándole que más importante es defender la democracia y el crecimiento económico. El futuro del país en suma.

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Pero ahora ha querido introducir su propia variante de voto en blanco o viciado, indicando que ninguno de los dos candidatos “ofrece un solución viable”. Comete, sin embargo, la falacia de poner al mismo nivel, como si fueran peligros similares, lo que él llama “la propuesta marxista-leninista que nos condenaría a todos a la pobreza”, y una “economía de mercado” sin inclusión y mercantilista “que incitaría una rebelión”, nada menos.

Pues esta economía de mercado supuestamente no inclusiva y mercantilista nos ha permitido reducir la pobreza de 60% a 20%, aunque la pandemia nos haya hecho regresar a un 27%. El marxismo-leninismo hubiese llevado la pobreza de 60% en 1990 al 96%, como lo es actualmente en Venezuela.

De Soto debió decir que la propuesta de es mucho más peligrosa. Pero al no hacerlo y además acercarse a él para evangelizarlo –lo que aprovecha Castillo para bajarle el tono a su rojo intenso–, lo que está haciendo es ayudarlo a consolidar votos o captar indecisos para una propuesta que De Soto sabe sería catastrófica para el país.

La economía de mercado ha permitido reducir la pobreza e incluso la desigualdad, pero es cierto que han quedado al margen de la formalidad más del 70% de los peruanos. Y la causa de ello es la misma que explica que haya muy malos servicios públicos pese a que el modelo económico haya incrementado los presupuestos estatales de manera sustancial: el patrimonialismo del Estado, que gestiona mal, desvía esos recursos a manos particulares y crea –con el aliento ideológico de la izquierda– regulaciones crecientes que encarecen la formalidad y asfixian los emprendimientos.

Entonces hay una revolución por hacer, pero es contra este Estado, no contra el motor del crecimiento, que más bien ha sido trabado por normas impracticables o por la corrupción.

A la campaña de Keiko Fujimori le falta señalar esas injusticias con claridad y proponer un cambio radical del Estado, de las normas, de los servicios públicos. Y podría pedirle a Hernando de Soto que diseñe un plan para ese fin, siempre y cuando este reconozca que en esta elección hay un solo gran peligro.

El problema es que en términos políticos y comunicacionales es mucho más fácil personalizar al opresor en la gran empresa transnacional que en el Estado, que es abstracto y por definición –en teoría– protector. El Estado es un padre, pero en la práctica es un padre maltratador, corrupto y succionador. La tarea es transformarlo en uno que sea capaz efectivamente de nivelar la cancha de las oportunidades para todos los peruanos. Debería ser un objetivo común.

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