(Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)
(Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)

En 1991, Aída Sarmiento Zumarán tenía 35 años. Estaba casada con Guido Stucchi, un piloto comercial con el que tenía tres niñas de 7, 3 y 1 año, y andaban en busca del hombrecito. Acababan de construir una casa en Santa Patricia, La Molina. El tiempo no podía ser mejor. “Yo me dedicaba a mis hijas”, cuenta.

En abril de ese año, Guido murió en un accidente cuando volaba a la selva. “No me dejó una pensión. No tenía seguro. La avioneta era de la empresa de mi esposo”, dice. “Menos mal, teníamos la casa. No sé qué hubiera hecho con las niñas saltando de un lado a otro”, agrega.

Todo abril y mayo Aída tuvo malestares, mareos. “Al principio pensé que eran propios de la tristeza. Pero comenzaron los vómitos y entonces saqué cuentas. Estaba embarazada”, recuerda. La cuarta niña venía en camino.

Los padres y los suegros de Aída murieron también por esa época. Su hermana no vivía en Lima. “Tenía que arreglármelas sola y no sabía qué hacer”, dice.

Un día Maggie, la mayor de sus hijas, le dijo: “Mamá, tú haces de todo”. “Y me di cuenta de que era cierto”, cuenta Aída, que en varias etapas de su vida se dedicó a la repostería.

Otro día, caminando por la calle vio que se vendía una camioneta. Ella había aprendido a manejar hacía poco y a insistencia de su marido.

“Tenemos tres niñas y algo puede pasar mientras estoy de viaje”, le había dicho. Luego de eso, Aída había aprendido a conducir y se había comprado un Volkswagen. “Ese día, cuando vi la camioneta, se me ocurrió que podía hacer movilidad en el colegio de mis hijas, para empresas. Así que vendí mi carro y el de mi esposo e invertí el dinero en la camioneta”, recuerda.

—Sincronía—
La abuela materna de Aída enviudó cuando aún no llegaba a los 30. “Mi abuelo era marino mercante. Cuando estaba a bordo de un barco, se resfrió y el médico le inyectó penicilina. Lo mató. Mi abuelo era alérgico”. cuenta.

Con una hija y mellizos, la abuela también tuvo que hacer malabares con la crianza de los tres. “Traté de aprender de su historia”, dice Aída.

Todo debía ser sincronizado. Las niñas pasaban en fila para que ella las bañara, las cambiara, las peinara. En el camino, aprendió un poco de medicina. “El pediatra de ellas me daba pautas para no ir a consulta a cada rato. ‘Si no, te va a salir carísimo’, me decía”, recuerda. Así que cada cierto tiempo, ella misma examinaba las gargantas de sus hijas para atender las cuestiones más básicas de su salud.

No siempre le ligaba. Cuando Karina, la tercera de las menores, tenía 3 años, trajo la varicela a casa. Mientras Aída la bañaba, observó unos granitos, pero no sabía lo que eran. A los dos días todas estaban contagiadas de varicela.

Sus hijas ahora tienen 34, 30, 28 y 26 años. Dos trabajan en el rubro de la educación, una es representante médica y la otra adiestradora canina en Estados Unidos. A todas les va bien. “A los 62 años me siento más joven que cuando ellas eran pequeñas. Será por el trajín de esos días”, dice.

Ya es abuela. Tiene cuatro nietos. No volvió a enamorarse. Cada vez que ha pasado por un momento difícil, se ha encomendado a Guido. “Mi esposo era todo para mí. No sé si habría tenido la fuerza para salir adelante de no haber tenido a mis hijas”, dice mientras mira fotos antiguas.

Las últimas imágenes que se tomó con su marido salieron todas movidas o veladas. “Es curioso”, dice.

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