Redacción EC

Lima es, en general, una ciudad moderna, pero guarda en muchos de sus rincones tradiciones que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía se mantienen y disfrutan. Una de estas son los retratos a carboncillo que hoy se pueden encontrar en el y también en el .

Cae la tarde en el Pasaje Santa Rosa, a un paso de la Plaza de Armas. Emilio Siccha Chávez está en silencio. Su rostro se torna pétreo. Si no fuera por el movimiento de su mano derecha sobre la cartulina blanca, a veces frenético y radical, a veces suave y ondulante, se podría decir que no respira.

Sus ojos y su carboncillo, ese que para cualquier mortal es un simple lápiz de punta gruesa y semi redonda, lo son todo al momento del retrato. El arte es inmortal y, como artista, trazo a trazo, Emilio retiene para siempre en el hoy lo que mañana será historia.

Su modelo, un tipo trigueño, le pagará después 10 soles y se llevará su cara enrollada. Mejor que una foto, dirá. Sentirá que un hombre sencillo, acaso con miedos como los suyos, y no una máquina de batería recargable, capturó su alma en un dibujo.

Los transeúntes se dejan envolver por el talento de artistas en el pasaje Santa Rosa. (Foto: Alessandro Currarino / El Comercio)

Los transeúntes se dejan envolver por la magia del arte. Hacer un retrato demora poco más de 20 minutos. (Foto: Alessandro Currarino / El Comercio)

Sentirá que verse siempre de 40 y pico, a carboncillo, vale mucho más que los 300 o 400 soles que le costó su smartphone. ¿Un ‘selfie’? Miles, no importa, igual pensará que el retrato con profundidad de campo hecha a mano armada con tiza pastel, siempre tendrá un aura distinta, única.

Y jamás olvidará el nombre de ese hombre de apariencia ruda y singular sensibilidad que fue capaz de retratarlo en 21 minutos. Un Emilio con letra Pálmer y también a carboncillo estará debajo de su hombro izquierdo hasta su muerte o hasta que la degradación amarillenta de la cartulina lo absorba; lo que llegue primero.

En el presente, a sus 57 años, el Emilio de verdad confiesa que es vulnerable a la sensibilidad, que sin ella no podría hacer arte como lo viene haciendo desde hace 20 años, siempre de espaldas a la Piedra de Taulichusco y dando la cara a la Catedral de Lima.

Dice tener siete hijos y jura y perjura que los ha sacado adelante dibujando. Se gana la vida de lunes a domingo con lo que aprendió en la escuela de Bellas Artes. Religiosamente, llega desde Villa El Salvador, y de una cochera cercana recoge su caballete y sus retratos más grandes: sabe que un actor de la tele dibujado es carnada para cazar transeúntes. Se instala y se pone a disposición de aquellos que empiezan o terminan de jironear.

Metros más allá, en un martes de enero cualquiera, José Antonio Godoy Iraola, de 59, plasma su expertís en las mejillas de un Mathías de cartulina. El Mathías de verdad tiene apenas ocho meses y de vez en cuando le regala una sonrisa. “Tengo memoria visual. Un don. El artista nace artista. Luego se perfecciona. Su obra queda para la posteridad”, dice mientras retrata.

Vaya, amable lector, vea y sienta. Déjese dibujar.

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