El último sábado fui uno de los 60 mil mortales que no quisieron perderse esa cita con la historia que fue la final de la Copa Libertadores en el estadio Monumental.
Pese a que salí un poco tarde, en un rapto de ingenuidad, decidí usar el transporte público tradicional. Fui en tren hasta la estación La Cultura y en el paradero de La Rambla subí al bus rojo.
Ahí empezó el martirio. Recorrer diez cuadras, hasta la altura del nuevo Hospital del Niño, demoró alrededor de 40 minutos. La avenida Javier Prado reventaba. Todo se movía a paso de procesión. Pude bajar del ómnibus y empecé a caminar. A la altura del Jockey Plaza encontré uno de los buses exclusivos para hinchas.
Subí con ciertos reparos porque la congestión vehicular estaba en su clímax. Apenas se llenó el bus, un policía retiró los conos que separaban el carril exclusivo, la unidad ingresó y agarró la vía libre. Veinticinco minutos más tarde ya estábamos en el Óvalo Huarochirí.
El uso de los carriles exclusivos para el transporte público es una de las tantas soluciones a mano para aliviar los atoros vehiculares. Permitirá que los buses formales aumenten su velocidad y presten un mejor servicio. Y, por efecto de la competencia, hará que los usuarios dejen de usar los colectivos y otras formas de transporte informal.
El anuncio de la ATU de que se harán pruebas el próximo año es una de las mejores noticias para la ciudad en años. Es una solución práctica y relativamente rápida para acabar con el reino de los colectiveros y taximotos. Ojalá no haya marcha atrás.