Soy de la generación que crió a sus hijos en medio de las bombas de Sendero Luminoso, la crisis económica, el olor a kerosene de los lamparines y la carestía más absoluta. Con la salvedad que ello no ocurrió en algún pueblo olvidado del Perú, ya que hoy, probablemente, me encontraría reclamando por sus restos o los de algún familiar, enterrado en tantísimas fosas comunes que aún quedan por descubrir. Soy de la generación que se horrorizó, junto a millones de compatriotas, por una variedad de masacres cometidas por las bandas terroristas. Entre ellas la de Lucanamarca, ocurrida el 3 de abril de 1983, en que 69 peruanos fueron asesinados a hachazos y machetazos. Cuando el autor intelectual, Abimael Guzmán, fue interrogado sobre este crimen de lesa humanidad, en el que 18 niños vivieron un horror indescriptible y a un recién nacido se le extrajeron las tripas, nos respondió que el objetivo militar específico era “asestar un golpe devastador”. Comunicando, mediante la acción criminal, que su agrupación era “una nuez dura de romper” porque un senderista siempre “estaba listo para todo”.
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Tanto o más preparado, quizá, que el subteniente Telmo Hurtado, quien, desde la orilla del Ejército Peruano, comandó una operación en Accomarca descrita por un alto funcionario de la embajada norteamericana como el My Lai peruano. Hurtado, quien por poco evade la justicia tal como su par estadounidense, encabezó a un grupo de 18 militares que llegó en 1985 a una aldea serrana para matar a todos sus pobladores. La posterior quema de cuerpos, que convirtió a la gran mayoría de víctimas en irreconocibles, y el asesinato de los testigos tuvieron por finalidad borrar las huellas de otro asesinato masivo, esta vez por parte de un representante del Estado Peruano, durante la más violenta y sanguinaria década de nuestra historia.
Al igual que a todas las comunidades humanas, la muerte siempre nos ha rondado enfrentándonos a nuestros demonios colectivos, así como al miedo más atávico del ser humano: desaparecer de la faz de la tierra para volver, quizá, a la nada que tampoco sabemos lo que en verdad es. La pregunta fundamental es: ¿cómo hemos reaccionado, a nivel de sociedad, ante la terminación de la “vida conciudadana” y por qué, a pesar de disfrutar tanto la propia, interesa tan poco valorar, respetar y cuidar la ajena? Porque, sin ir muy lejos, ya muy pocos recuerdan esa deflagración de gas en Villa El Salvador, a principios de año, donde murieron decenas de peruanos y decenas más resultaron con quemaduras, algunas en el 80% del cuerpo. Los accidentes en las carreteras son otro claro ejemplo de choferes indiferentes ante el derecho a la existencia ajena; cabe recordar que el que causó la catástrofe de Villa El Salvador es hoy un hombre libre. Así como empiezan a recuperar su libertad todos los responsables, por sus latrocinios, de la fragilidad de nuestro sistema sanitario acorralado por un virus que como el COVID-19 se replica en nuestro cuerpo, ya van más de ocho mil las vidas que ha destruido en el Perú. Ciertamente, existen unas vidas más valiosas que otras en nuestro país, como lo recordó hace poco José Carlos Agüero, y por ello pensar en un duelo nacional puede resultar, a estas alturas, solamente un buen deseo. Sin embargo, monseñor Castillo, arzobispo de Lima, nos dio una gran lección, justamente de vida, al colocar las fotos de todos los fallecidos por la plaga que nos azota en la Catedral de Lima. Perfilando, obviamente a nivel religioso, una “comunidad imaginada”, un nosotros simbólico proveedor de consuelo espiritual a los miles de deudos que recibieron una bolsa de plástico que, con suerte, contenía los restos de la madre, esposa o hermana amada. Porque la manera como ha sido tratado el tránsito final de las víctimas de COVID-19, que debió incluir un imprescindible respeto al cuerpo del fallecido, pero también a los deudos que lo lloran, y que no pudieron despedirse, habla de la insensibilidad estructural y la endémica desorganización del Estado Peruano. Entre las innumerables carencias que esta plaga ha mostrado, la primera y más escalofriante es la falta de humanidad, contra la cual no existe receta macroeconómica que nos salve.
¿Podremos recobrar la humanidad perdida, si alguna vez la tuvimos, de cara a la muerte, el hambre que regresa galopante y el horror cotidiano? ¿Será posible lograrlo mientras la delincuencia organizada, no solo de los carteristas en moto lineal, sino de los de cuello y corbata de toda la vida, va retomando posiciones para asaltarnos con su insatisfecha rapacidad, aun en medio de una plaga universal? En una interesante entrevista, el antropólogo Bruno Latour señaló que, sin necesidad de ser personas espirituales, muchos humanos han sido forzados a reflexionar, a vivir una suerte de retiro forzado durante este momento que será recordado en los anales de la historia. Las preguntas planteadas han sido terapéuticas porque, de acuerdo con Latour, han dado pie a imaginar e incluso plantearse la creación de un futuro mejor. Podríamos agregar que las masivas manifestaciones contra la injusticia racial, con el derribo de una serie de monumentos alrededor del mundo, son una prueba contundente de esta tendencia planetaria. No solamente eso, Latour observa que el COVID-19 ha permitido repensar la idea de lo individual y lo colectivo como parte de una misma ecuación, afirmando, por otro lado, que la ideas pueden viralizarse creando múltiples redes que por su interconexión posibilitan una discusión de naturaleza global. Ciertamente, la pandemia ha abierto el debate –en el que ciencia, tecnología, política e incluso la naturaleza y su peculiar lenguaje se entremezclan– para dilucidar sobre lo que es necesario y lo que es posible. Una elección que parecía no existir en un mundo regimentado por el dinero que un virus puso literalmente de cabeza.
La pandemia ha mostrado que la economía es una manera muy limitada de organizar la vida humana y de decidir quién es importante y quién no. La “zona crítica”, una frase acuñada por el autor de “We Have Never Been Modern”, evita el escapismo y obliga a reconocer que vivimos en un planeta de recursos limitados que no podemos explotar a nuestro antojo sin hacerlo estallar en mil pedazos. La vida, observa Latour siguiendo la hipótesis Gaia de James Lovelock, se las arregla para establecer las condiciones de su propia existencia. Y en ese sentido Gaia no es un concepto, sino la vida misma que se abre paso como lo ha hecho desde hace millones de años. Lo que nos lleva a un cauto optimismo respecto a una “rehumanización” de nuestra destructiva especie luego de que esta prueba haya terminado. Para que ello ocurra, el debate debe proseguir y las posibilidades de una realidad alternativa, en especial el derecho a una vida digna para todos los pobladores de este desventurado planeta, deben ser discutidas en múltiples foros.
“Sí a la vida a pesar de todo” es el título de uno de los libros de Viktor Frankl, quien perdió a su padre, madre y hermano en un campo de concentración del cual salió vivo de milagro. El sobreviviente del horror comenzó su relato afirmando que la vida, la Gaia de Latour y Lovelock, merecía vivirse exclusivamente por la dignidad que ella entrañaba. Añadiendo, a renglón seguido, lo que realmente significó la experiencia del Holocausto para el mismísimo concepto de humanidad. Frankl advirtió que situaciones que parecían presagiar el “fin del mundo” incubaban tanto el derrotismo como un optimismo naif de los que no lograban entender la magnitud de la crueldad humana. Ambas respuestas surgían, básicamente, de un nihilismo que no llevaba a ningún lugar. Al igual que su colega Erich Fromm, Frankl opinaba que la única manera de trascender la ociosidad del optimismo y el pesimismo era la fe incontrastable en el espíritu humano. En el contexto de un mundo suspendido y con la muerte al frente, todo se hallaba reducido a la “mera existencia” porque lo no esencial había sido eliminado en un ámbito donde las personas eran meros números sin futuro a la vista. La lectura de Frankl resulta muy apropiada en estos tiempos, donde, en un contexto totalmente diferente, nos volvemos a enfrentar al encierro y a la precariedad de la vida amenazada por un virus mortal que nos está robando horas, días, meses e, incluso, si nos infectamos, la propia vida. Y en ese escenario sombrío caben unas reflexiones finales de James Baldwin, autor de “I Am Not Your Negro”, para quien el enigma por resolver no era lo que uno esperaba de la vida, sino lo que la vida esperaba de los hombres. En breve: ¿qué tarea nos estaba esperando en la vida, para realmente merecerla? Ojalá que encontremos la respuesta que restaure una humanidad con futuro sostenible y esta cuarentena/encierro que, para algunos, parece infinito haya valido la pena.